El testamento del pescador

Archive for the ‘Sandro Magister’ Category

Un Papa con mirada de niño

Posted by El pescador en 20 septiembre 2013

N. del B. Antes de leer esta entrada, convendría ver ésta primera y esta otra, donde se habla de su lema episcopal «Miserando atque eligendo» y su relación con la vocación de San Mateo. El mismo Papa también explica en la entrevista el motivo de su lema episcopal. El texto completo de la entrevista está aquí.

Sandro Magister (original en italiano; traducción mía)En la entrevista a “La Civiltà Cattolica” que está dando la vuelta al mundo, papa Francisco dice entre otras cosas:
“En pintura admiro a Caravaggio, sus lienzos me hablan”.
Y cuenta:
“Cuando venía a Roma vivía siempre en Vía della Scrofa. Desde allí me acercaba con frecuencia a visitar la iglesia de San Luis de los Franceses y a contemplar el cuadro de la vocación de san Mateo de Caravaggio. Ese dedo de Jesús, apuntando así… a Mateo. Así estoy yo. Así me siento. Como Mateo. Me impresiona el gesto de Mateo. Se aferra a su dinero,como diciendo: ‘¡No, no a mí! No, ¡este dinero es mío!’. Esto es lo que yo soy: un pecador al que el Señor ha dirigido su mirada… Y esto es lo que dije cuando me preguntaron si aceptaba la elección de Pontífice: ‘Peccator sum, sed super misericordia et infinita patientia Domini nostri Jesu Christi confisus et in spiritu penitentiae accepto’”.
Por tanto Jorge Mario Bergoglio ha visto siempre el Mateo de la vocación pintada por Caravaggio no en el maduro señor en el centro del grupo, como predican las guías turísticas y la mayor parte de los críticos, sino en el joven con la cabeza inclinada, que aún “se aferra a su dinero” justo mientras Jesús lo llama.
Es la interpretación que la historiadora del arte Sara Magister ha vuelto a lanzar  con fuerza en TV 2000 y después en una conferencia-debate con el profesor Antonio Paolucci, director de los Museos Vaticanos, y con la colega historiadora del arte Elizabeth Lev, que defendían la tesis tradicional, en el Centro Cultural San Luis de los Franceses:

Pero es también la intrepretación que dan los niños espontáneamente, sin dudar, cada vez que se encuentran frente al cuadro.

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El escudo de armas del Papa se remonta a sus 17 años

Posted by El pescador en 20 marzo 2013

Sandro Magister (original en italiano; traducción mía)

En el próximo Ángelus  el tapiz colgado bajo la ventana del papa Francisco no será blanco como el último domingo, sino que tendrá en el centro su nuevo escudo de armas.

El cual difiere poco de aquel que había elegido en el momento de su consagración episcopal.

 El escudo azul está surmontado por los símbolos de la dignidad pontificia, iguales a los elegidos por el predecesor Benedicto XVI (mitra colocada entre llaves cruzadas de oro y plata, unidas por un cordón rojo). En la parte superior, campea el emblema de la orden de donde proviene el nuevo papa, la Compañía de Jesús: un sol radiante y flameante cargado con las letras, en rojo, IHS, monograma de Cristo. La letra H está surmontada por una cruz; en punta, los tres claves en negro.

En la parte inferior, se encuentran la estrella y las flores de nardo. La estrella, según la antigua tradición heráldica, simboliza a la Virgen María, madre de Cristo y de la Iglesia; mientras que la flor de nardo representa a san José, patrono de la Iglesia universal. En la tradición iconográfica hispánica, de hecho, san José es representado con un ramo de nardo en la mano. Poniendo en su escudo tales imágenes, el papa ha intentado expresar la propia devoción particular hacia María y san José.

Pero aún más interesante es la explicación que se ha dado del lema «Miserando atque eligendo», sacada de una homilía del venerable Beda sobre la vocación de Mateo, de lo cual una entrada anterior ya ha hablado.

«Esta homilía es un homenaje a la misericordia divina y está reproducida en la liturgia de la horas de la fiesta de san Mateo. Reviste un significado particular en la vida y en el itinerario espiritual del papa. De hecho, en la fiesta de san Mateo del año 1953, el joven Jorge Mario Bergoglio experimentó, a la edad de 17 años,  de una manera totalmente particular, la presencia amorosa de Dios en su vida. A continuación de una confesión , sintió que su corazón era tocado y advirtió que descendía la misericordia de Dios, el cual ‘tenía compasión de él y lo elegía’ -‘miserando atque eligendo’ – para la vida religiosa, bajo el ejemplo de San Ignacio de Loyola.

«Una vez elegido obispo, S. E. Mons. Bergoglio, en recuerdo de tal acontecimiento que señaló el inicio de su total consagración a Dios en su Iglesia, decidió elegir, como lema y programa de vida, la expresión de san Beda ‘miserando atque eligendo’, que ahora ha intentado reproducir también en el propio escudo de armas pontificio».

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Un escudo de armas que es un programa

Posted by El pescador en 19 marzo 2013

Sandro Magister (original en italiano; traducción mía)

 En el escudo espiscopal del papa Jorge Mario Bergoglio hay tres palabras latinas que no se comprenden inmediatamente: “Miserando atque eligendo”.

Pero si se va ver de dónde fueron tomadas se descubren rasgos importantes del programa de vida y de ministerio del papa Francisco.

En esta pequeña caza del tesoro sirve de ayuda una nota del docto teólogo Inos Biffi en “L’Osservatore Romano” del 15 de marzo.

El lema proviene de una homilía de san Beda il Venerabile (672-735), monje de Wearmouth y de Jarrow, autor de obras exegéticas, homiléticas e históricas, entre las cuales destaca la “Historia ecclesiastica gentis Anglorum”, por la cual es llamado el “Padre de la historia inglesa”.
En la homilía, la vigésimo primera de aquellas que hay juntas, Beda comenta el pasaje del Evangelio que cuenta la vocación como apóstol de Mateo, pecador público.

En el trozo del cual está sacado el lema se lee:

“Jesús vio a un hombre, llamado Mateo, sentado en el banco de los impuestos, y le dijo: «Sígueme» (Mateo 9,9). Vio no tanto con la mirada de los ojos del cuerpo cuanto con la de la bondad interior. Vio a un publicano y, así como lo miró con amor misericordioso en vista de su elección, le dijo: ‘Sígueme’. Le dijo ‘Sígueme’, o sea imítame. ‘Sígume’, dijo, no tanto con el movimiento de los pies cuanto con la práctica de la vida. De hecho ‘quien dice que está en Cristo, debe comportarse como Él se comportó’ (1 Juan 2,6)”.
En latín, el pasaje empieza así:

“Vidit ergo Iesus publicanum, et quia miserando atque eligendo vidit, ait illi, Sequere me. Sequere autem dixit imitare. Sequere dixit non tam incessu pedum, quam exsecutione morum” (n. d. t. en este enlace está la homilía completa).

Incluir en el escudo el lema “Miserando atque eligendo” significa por tanto ponerse en el puesto de Mateo, mirado por Jesús con misericordia y llamado, a pesar de sus pecados.
Pero lo importante es el contexto del pasaje citado. Donde Beda explica qué supone seguir e imitar a Jesús:

“No ambicionar las cosas terrenas; no buscar las ganancias efímeras; huir de los honores mezquinos; abrazar gustosos todo el desprecio del mundo por la gloria celeste; ser beneficioso a todos; amar, no inferir injurias a nadie, pero padeciendo las recibidas; buscar siempre la gloria del Creador y nunca la propia. Practicar estas cosas y otras similares quiere decir seguir las huellas de Cristo”.

Concluye Inos Biffi:
“Es el programa de san Francisco de Asís, inscrito en el escudo del papa Francisco. E intuimos que será el programa de su ministerio, como obispo de Roma y pastor de la Iglesia universal”.

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El sueño de Francisco

Posted by El pescador en 16 marzo 2013

Sandro Magister (original en italiano; traducción mía)

 La elección de un papa que ha tomado el nombre de Francisco conduce irresistiblemente al santo de Asís y a un fresco de Giotto.

 

Es el fresco que representa un sueño del papa Inocencio III. El cual ve a san Francisco mientras sostenía con sus espaldas la Iglesia, en peligro de venirse abajo.

 

“Francisco, ve y repara mi casa”. Según las fuentes franciscanas fueron estas las palabras que el crucificado de la derruida iglesia de San Damián dirigió al santo.

 

Francisco obedeció. Y con él la cristiandad vivió un florecimiento de purificación, de obediencia plena al papado, de fidelidad cristalina a la doctrina, de humildad, fraternidad, castidad, las virtudes que también hoy la Iglesia está llamada a poner en práctica con renovada dedicación.

 

Con la elección del nombre de Francisco, el nuevo papa Jorge Mario Bergoglio ha enunciado ya su programa.

 Un programa que era también el sueño de su amado predecesor de nombre Benedicto.

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El fin de un tabú: también Romano Amerio es «un verdadero cristiano»

Posted by El pescador en 12 junio 2009

 (original en italiano; traducción mía)

Amerio fue el más grande de los opositores tradicionalistas en la Iglesia del siglo XX y por eso fue castitgado con un ostracismo general. Pero ahora se descubre que su tesis central es la misma de Benedicto XVI. Él Quiere hacer la paz con los lefebvrianos.


de Sandro Magister


ROMA, 6 febrero 2006 – En la mañana del lunes 13 de febrero Benedicto XVI ha convocado a los cardenales prefectos de las congregaciones vaticanas para decidir sobre dos cuestiones: la revocación de la excomunión a los seguidores del arzobispo Marcel Lefebvre y el aligeramiento de la facultad de celebrar la Misa en latín según el rito establecido por el Concilio de Trento

 

El cisma lefebvriano y la defensa de la Misa tridentina son expresión de la oposición tradicionalista al Concilio Vaticano II y a las innovaciones que se siguieron de él.

 


Benedicto XVI ha dado ya pasos pasos importantes hacia una recomposición de estas divergencias.

El 29 de agosto, en Castel Gandolfo, ha recibido a los dos máximos responsables de la Fraternidad lefebvriana, Bernard Fellay y Franz Schmidberger, “en un clima de amor por la Iglesia y de deseo de llegar a la perfecta comunión”


El 22 de diciembre, en el discuros prenatalicio en la curia vaticana, ha dado una interpretación del Concilio Vaticano II que tiene en cuenta la seriedad de algunas críticas avanzadas por los tradicionalistas. En particular, el Papa ha querido volver a asegurarles que el decreto conciliar sobre la libertad religiosa no deber ser entendido como una cesión al relativismo.


Además, desde la primera Misa celebrada después de su elección Benedicto XVI se ha movido en la estela de la gran tradición litúrgica, volviendo a dar espacio al latín y al canto gregoriano.

Pero hay un elemento aún más sustancial que acerca a los tradicionalistas al magisterio de Benedicto XVI: el primado dado por él a la verdad.

El mensaje del Papa para la jornada mundial de la paz, por ejemplo, establece desde el título este primado: «En la verdad, la paz».

Y también su primera encíclica “Deus Caritas Est” la ha escrito para restituir verdad al amor: «La palabra ‘amor’ está tan gastada, consumida, abusada hoy. Debemos retomarla, purificarla y llevarla a su esplendor original».


* * *

Y bien, justamente el primado de la «veritas» es el corazón del pensamiento del más autorizado y culto representante de la oposición católica tradicionalista a la Iglesia del siglo XX: el filólogo y filósofo suizo Romano Amerio, muerto en Lugano en 1997 a los 92 años de edad.


Amerio condensó sus críticas en dos volúmenes: “Iota unum. Studio delle variazioni della Chiesa cattolica nel XX secolo” [Iota unum. Estudio de las variaciones de la Iglesia católica en el siglo XX], comenzado en 1935 y ultimado y publicado en 1985, y “Stat Veritas. Sèguito a Iota unum”, publicado póstumamente en 1997, ambos por la tipografía del editor Riccardo Ricciardi, de Nápoles.


El primero de estos volúmenes, de 658 páginas, fue reimpreso tres veces en Italia con un conjunto de siete mil copias y después traducido al francés, inglés, español, portugués, alemán, holandés. Alcanzó por tanto muchas decenas de miles de lectores en todo el mundo.


Pero no obstante esto, un casi total silencio de parte de la opinión pública católica castigó a Amerio tanto en vida como después: él que nunca jamás condescendió con el cisma lefebvriano y fue siempre fidelísimo a la Iglesia.


Una recensión de “Iota unum” escritta para “L’Osservatore Romano” en 1985 por el entonces prefecto de la Biblioteca Ambrosiana monseñor Angelo Paredi –a petición del director del diario vaticano, Mario Agnes– no se publicó nunca.


Para asistir al primer congreso de estudios sobre el pensamiento de hubo que esperar hasta 2005. El congreso tuvo lugar en Lugano con el patrocinio de la facultad de teología local y con la presencia del obispo, pero también sobre este congreso la atención fue mínima.


Ahora sin embargo un discípulo de Amerio, Enrico Maria Radaelli, ha publicado finalmente una monografía sobre este filólogo y filósofo largamente condenado al ostracismo, autor -además de los dos libros citados- de la imponente edición crítica en 34 volúmenes del gran pensador del siglo XVI Tommaso Campanella, de tres volúmenes dedicados a las “Osservazioni sulla Morale Cattolica” de Alessandro Manzoni, y de estudios sobre Epicuro, Paolo Sarpi, Giacomo Leopardi.


El ensayo de Radaelli, impreso por Marco Editore y a la venta en las librerías desde enero de 2006, tiene por título: “Romano Amerio. Della verità e dell’amore”. Esso include testi inediti tra cui la recensione non pubblicata dall’”Osservatore Romano”. Y se distingue por una serie de contribuciones externas de particular interés. La introducción al volumen tiene por autor a don don Antonio Livi, sacerdote del Opus Dei, presidente en Roma de la facultad de filosofía de la Pontificia Universidad Lateranense. Otras aportaciones son de dos obispos italianos: el deAlbenga e Imperia, Mario Oliveri, y el de Trivento, Antonio Santucci. Finalmente, hay un comentario escrito por don Divo Barsotti, una de las figuras más influyentes y respetadas del catolicismo italiano del último siglo, fundador de una comunidad espiritual, la Comunidad de los Hijos de Dios, que comprende los más diversos estilos de vida: hombres y mujeres que abrazan los votos monásticos, simples sacerdotes, parejas de esposos con niños. Hoy su comunidad cuenta con alrededor de 2000 personas, en Italia y varios otros países: Australia, Colombia, Croacia, Benin, Sri Lanka. Pertenece a ella el actual obispo de Monreale, en Sicilia, Cataldo Naro. Don Barsotti tiene 92 anni, vive cerca de Florencia, en Settignano, en una casa dedicada al santo ruso Sergio de Radonez, y esta página suya sobre Romano Amerio es quizá la última que ha sido capaz de escribir de su puño y letra. Pero es de fulmínea densidad.


Don Barsotti recoge plenamente la esencia de la crítica formulada por Amerio, al que define como «un verdadero cristiano». Y sostiene que la crítica tiene un fundamento válido: porque el error mayor en la Iglesia de hoy es precisamente el de quitar la verdad desde el primer puesto. Cuando por el contrario «el progreso de la Iglesia [debe] partir de aquí, del retorno de la santa Verdad a la base de todo acto». Salta a la vista la consonancia de esta tesis con el magisteiro del PapaJoseph Ratzinger.


Pero he aquí, integral, el escrito de don Barsotti:


«Sólo después de haber construido el fundamento de la verdad…» de Divo Barsotti

A mi venerable edad quizá no empuñaré más la pluma, o quizá la empuñaré, no sé. Pero,  aunque con gran fatiga ahora, querría aprovechar la bella ocasión que se me ofrece, y dar a conocer en algún trazo mínimo mi pensamiento sobre un católico verdadero querido para mí como fue Romano Amerio.

Me ha impresionado de hecho, de este libro de Enrico Maria Radaelli, “Romano Amerio. Della verità e dell’amore”, cómo y cuánto el autor ha sido capaz de resumir en pocos conceptos -incluso quizá en un concepto solo-  la sustancia de la filosofía y de la opinión de un escritor como Amerio que, especialmente con su famoso libro “Iota unum”, tanto molestó a las conciencias católicas.

La lectura del libro de Radaelli, que es la primera monografía que se tenga sobre Amerio, me ha atraído desde el título: hablar de Romano Amerio -parece decir- es hablar de un orden de la verdad y de la caridad, donde la primera está unida a la segunda, pero la precede. Amerio dice en sustancia que los más graves males presentes en el pensamiento occidental,  incluido el católico, son debidos principalmente a un general desorden mental por el cual se pone la «caritas» delante de la «veritas», sin pensar que este desorden mental pone patas arriba también la justa concepción que deberíamos tener de la Santísima Trinidad.

La cristiandad, antes que se afianzara en su seno el pensamiento de Descartes, había procedido siempre santamente haciendo preceder la “veritas” a la “caritas”, así como sabemos que de la boca divina de Cristo expira el soplo del Espíritu Santo y no al revés.

En la carta con la cual Amerio presenta al filósofo Augusto Del Noce aquello que será después el célebre “Iota unum”, explica claramente el fin para el cual lo ha escrito, que «es defender las esencias contra el mobilismo y el sincretismo propios del espíritu del siglo». O sea defender a las Tres Personas de la Santísima Trinidad y sus procesiones, que la teología enseña que tiene un orden inalterable: «En el principio existía el Verbo», y después, respecto al Amor, «Filioque procedit”. O sea el Amor proviene del Verbo, y nunca al contrario.

De rebote Del Noce, evidentemente impresionado por la profundidad de las tesis de Amerio, anota: «Repito, quizá me equivoco. Pero me parece que la restauración católica de la que el mundo tiene necesidad como problema filósofico último el del orden de las esencias».

Veo el progreso de la Iglesia a partir de aquí, del retorno de la santa Verdad a la base de todo acto.

La paz prometida por Cristo, la libertad, el amor son para todo hombre el fin que hay que alcanzar, pero hace falta llegar allí sólo después de haber construido el fundamento de la verdad y las columnas de la fe.

Por tanto -como dice Amerio- partir de Cristo, de la verdad sobrenatural que sólo Él enseña, para tener por Él el don del Espíritu Santo con el cual siempre Él, el Señor, nos da vida y fuerza, y salir a situar por último el arquitrabe de la «caritas».

 Romano Amerio era un laico, un laico que conoció al Señor. Conoció el Credo evangélico y se convirtió en testimonio cristalino de él. He tenido siempre la impresión -incluso no habíendolo conocido en persona- de haber visto en él un verdadero cristiano, que no ha tenido nunca miedo de afrontar los temas más trabajosos de la Revelación.

Aquello que maravilla -y es su verdadera grandeza- es que incluso siendo un laico él es un verdadero testigo. No es un teólogo, no es un hombre de religión, sino uno que ha tenido de Dios el carisma de ver aquello que está implícito en la enseñanza cristiana. Él lo siente, y acepta este papel. Hace cuanto el Señor le inspira.

Toda la cristiandad tiene motivo para dar gracias a Dios por Romano Amerio, que en estos tiempos difíciles ha hablado tan claramente de los fundamentos de la Revelación. Me ha maravillado siempre el conocimiento que Amerio tiene del carisma que Dios le dio. Por este carisma, y por el regalo que él humildemente hace de él, Amerio permanece en la Iglesia como una figura de primer plano.

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El libro: Enrico Maria Radaelli, “Romano Amerio. Della verità e dell’amore”, Marco Editore, Lungro di Cosenza, 2005, pp. 344, euro 25,00.
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 El sitio web del autor del libro, Enrico Maria Radaelli, in italiano, inglés y latín:


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 Las actas del congreso sobre Romano Amerio celebrado en Lugano el 29 de enero de 2005 están disponibles en el número de julio-septiembre de 2005 de “Cenobio”, revista trimestral de cultura de Suiza italiana: vista trimestrale di cultura della Svizzera italiana:

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En este sitio, sobre Romano Amerio y don Divo Barsotti:


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La interpretación del Concilio Vaticano II hecha por Benedicto XVI en el discurso a la curia vaticana del 22 de diciembre de 2005:


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«Spe salvi». Pequeña guía para leerla con fruto

Posted by El pescador en 9 diciembre 2007

Sandro Magister (original en italiano; traducción mía)

Entre los comentarios a la encíclica de Benedicto XVI sobre la esperanza merece atención este que ha transmitido Francesco Arzillo, 47 años, romano, magistrado administrativo muy competente en filosofía y teología:
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La encíclica “Spe salvi” es el acto más reciente del magisterio de Benedicto XVI, del cual representa una síntesis polifónica, de gran impacto espiritual, teológico, cultural.

Sorprende en primer lugar el estilo, muy personal, que expresa el simultáneo ofrecimiento del corazón y de la mente del Autor a la meditación de los lectores.

En lo que respecta al contenido, quisiera llamar la atención brevemente sobre tres perfiles que me parecen particularmente significativos.

Se trata ante todo de un gran fresco apologético: viene a continuación a la carta la invitación de Pedro a dar razón de la esperanza que hay en nosotros; de la esperanza que lleva consigo la capacidad de mostrar la fe y el amor auténticos, en su capacidad de transformar los corazones y la historia. Apologética orgánica, que muestra el cristianismo como un todo, en su núcleo vivo, y lo presenta como respuesta a la pregunta del hombre contemporáneo.

Esta pregunta no está eludida: a ella se presta sincera escucha. Y sin embargo el horizonte de sentido que se le ofrece es ampliamente excedente, porque germina de la inaudita Resurrección plantada en el corazón de la historia. Seria es la pregunta, seria es la inquietud. Pero seria es también la respuesta; y serio es el juicio sobre los corazones de los hombres y sobre su disponibilidad a acogerla.

Pero toda la encíclica es también una gran disertación, a un tiempo, de escatología y de teología de la historia, que ofrece muchísimos motivos de reflexión.

Metodológicamente, llama la atención el acoplamiento fluido, sobre la base patrística, de las reflexiones modernas (piénsese en la cita del Padre de Lubac); no dan en el blanco las críticas de quien lamenta una postura simplemente conservadora.

En cuanto al contenido, en ella se muestra un gran trabajo de cincel sobre temas debatidos desde hace decenios, y aquí llevada a una persuasiva clarificación.

Basta pensar en la cuidadosa fijación de la relación entre el “ya” y el “todavía no” en el párrafo 7.

O en la magnífica revalorización del tema del juicio, esbozado sobre un culmen delicadísimo, con la reproposición de los Novísimos, acompañada por un temor que no se convierte en terror y alimenta ulteriormente la alegría confiada.

O todavía en la revalorización del carácter comunitario de la esperanza cristiana.

O en la fijación en términos limpísimos, sin compromisos, de la antítesis entre las escatologías inmanentistas de la modernidad y la esperanza cristiana.

Y finalmente en el profundo análisis del papel del sufrimiento, del cual se evidencia el sentido de manera intensa y tranquila, sin caer en el dolorismo, sino incluso alejando definitivamente la ilusión de un cristianismo sin Cruz.

Importantes son también algunos pasajes sólo aparentemente secundarios: por ejemplo, la alusión, en el párrafo 5, al hecho de que la vida “no es un simple producto de las leyes y de la casualidad de la materia” (punto importante, si se lee teniendo presentes las polémicas sobre las implicaciones del evolucionismo).

En el fondo, llo sfondo, incumbe la pregunta fundamental sobre el sentido de la historia; la respuesta no consiente mínimante en ninguna falsificación apocalíptica; el ésjatón se hace presente en el cotidiano, allí donde es acogido el mensaje del Reino de Dios. La mirada es positiva, no negativa: se trata del Dios de la vida, con el cual –solamente– podemos contar.

Ahí está al final la meta. Justamente la sección sobre la vida eterna es la más intensa; ahí se muestra un tercer perfil, que es el espiritual y místico. En el párrafo 12 el lector es cogido por un momento de sobresalto, cuando es invitado a meditar sobre el “momento del sumergirse en el océano del amor infinito, en el cual en el cual el tempo –el antes y el después– ya no existe… Este momento es la vida en sentido pleno, sumergirse siempre de nuevo en la inmensidad del ser, a la vez que estamos desbordados simplemente por la alegría”.

Es esta la extrema oferta que la Iglesia puede hacer a todos los hombres de hoy: a los simples, y también a los pensadores que indagan en torno al misterio del ser: aceptar una propuesta que nos conduzca gratuitamente al fin, al puerto de la alegría, de una alegría sin medida.

Para esto el clásico, ritual cierre mariano adquiere aquí una tonalida incluso espiritualmente bastante intensa, donde María, “llena de santa alegría” es invocada cual “Stella maris”, como guía en el camino de la vida.

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Nafis Sadik, una musulmana poco moderada

Posted by El pescador en 9 septiembre 2007

De Sandro Magister

(original en italiano; traducción mía)

Entre los partidarios de la expulsión de la Santa Sede de la Organización de las Naciones Unidas (ver el servicio de www.chiesa del 21 de agosto) hay también una prima donna: o sea la mujer que por primera vez ha desempeñado un cargo de alto nivel en el Palacio de Cristal.

 

Su nombre es Nafis Sadik. De 1987 al 2000 ha sido directora ejecutiva del UNPFA, United Nations Population Fund [Fondo de las Naciones Unidas para la Población, N. del T.], con el rango de subsecretaria general. Hoy es asistente especial del secretario general de la ONU y su enviada para el VIH/SIDA en Asia y Pacífico.

 

Sadik ha auspiciado la expulsión de la Santa Sede de la ONU en un artículo en el primer número de 2007 de “Conscience”, la revista de la organización abortista “Catholics for a Free Choice” [Católicos por una elección libre, N. del T.]. Ha escrito que “es ridículo que un estado cuyos ciudadanos son un millar de hombres célibes tenga parte activa en determinar el enfoque internacional a cuestiones íntimamente ligadas a la salud sexual y reproductiva”.

 

De Sadik se recuerda una borrascosa audiencia con Juan Pablo II, el 18 de marzo de 1994, pocos meses antes de la conferencia promovida por la ONU en El Cairo sobre población.

 

La misma Sadik hizo público un informe de aquella audiencia. Pinta a un Papa Karol Wojtyla colérico e intratable. Pero la credibilidad de aquel informe fue contradicha por el Papa, que dijo a su biógrafo George Weigel que había entregado a la huésped un memorandum con las objeciones vaticanas al documento preparatorio de El Cairo, pero ella “no aceptó discutirlo”.

 

Nafis Sadik, ciudadana de Pakistán, nació en la India, en Jaunpur. De rica familia musulmana, ha estudiado en una escuela católica, en el Loreto College de Calcuta. Terminó sus estudios de medicina en prestigiosas universidades de los Estados Unidos y de Canadá. En Pakistán fue directora general de los programas de planificación familiar, después de lo cual entró en las filas de la ONU, en Nueva York.

 

A la vista de la conferencia de El Cairo de 1994, junto al presidente de la comisión preparatoria, el ganés Fred Sai, hizo de todo para incluir el aborto entre los “derechos reproductivos” que todos los estados están obligados a garantizar. Si la operación no llegó a buen fin (el documento final de El Cairo estableció “en ningún caso el aborto sea promovido como método de planificación familiar”), fue precismaente por la tenaz oposición de la Santa Sede.

 

Se puede comprender, por tanto, su resentimiento. En el mismo artículo en “Conscience” en el cual ensalza la expulsión de la Santa Sede de la ONU, Sadik echa la culpa a la encíclica “Humanae Vitae” de la opresión de la mujer en los países pobres del mundo, donde “la Iglesia es mucho más influyente” que en los países ricos.

 

Lástima que la gran parte de la opresión de la mujer lamentada por Sadik se registre en los países islámicos, incluído el Pakistán del cual es ciudadana. Ni una sola de las invectivas de lanzadas por ella durante años contra el Vaticano ha rozado, que se sepa, a los líderes políticos, culturales y religiosos del mundo musulmán al cual ella pertenece. Y nada de otros mundos no cristianos –piénsese en China, en la India– en los cuales son habituales las esterilizaciones forzadas, la obligación del hijo único, el aborto selectivo, el infanticidio.

 

Sobre las políticas antinatalistas del Palacio de Cristal ver más en http://www.chiesa: “ONU y Unión Europea tienen su enfant terrible en Roma“.

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También el ateo Habermas y el protestante Moltmann dan la razón al Papa

Posted by El pescador en 8 septiembre 2007

De Sandro Magister

 

(original en italiano; traducción mía)

En el primer día de su “peregrinaje” a Austria Benedicto XVI ha dirigido al cuerpo diplomático, encontrado en Viena el 7 de septiembre, palabras nada cubiertas en diplomacia.

 

En primer lugar sobre el aborto. Una vez recordado que “ha sido en Europa cuando, por primera vez fue formulado el concepto de derechos humanos”, el Papa ha ido pronto al grano:

 

“El derecho humano fundamental, el presupuesto para todos los otros derechos, es el derecho a la vida misma. Esto vale para la vida desde la concepción hasta su fin natural. El aborto, por consiguiente, no puede ser un derecho humano. Es su contrario”.

 

Y ha añadio:

 

“Al decir esto no expresamos un interés específicamente eclesial. Nos hacemos más bien abogados de una petición profunda humana y nos sentimos portavoces de los nascituros que no tienen voz […] Mi llamada por tanto a los responsables de la política, a fin de que no permitan que los hijos sean considerados como casos de enfermedad ni que la categoría de injusticia atribuida por el ordenamiento jurídico al aborto sea de hecho abolida”.

 

También a la Iglesia el Papa ha dirigido una llamada:

 

“La credibilidad de nuestro discurso depende también del que la Iglesia misma hace para ayudar a las mujeres en dificultad”.

 

Muy cortante ha estado Benedicto XVI después sobre el tema de la eutanasia:

 

“Hay que temer que un día pueda ser ejercida una presión no declarada o también explícita sobre las personas gravemente enfermas o ancianas, para que pidan la muerte o se la den a sí mismos. La respuesta justa al sufrimiento al final de la vida es una atención amorosa, el acompañamiento hacia la muerte –en particular también con la ayuda de la medicina paliativa– y no una activa ayuda a morir”.

 

Tercer punto crucial, la fe en la razón. Europa, ha dicho el Papa, es patria de “una tradición de pensamiento para la cual es esencial una correspondencia sustancial entre fe, verdad y razón […] Se trata de la cuestión de si la realidad tiene en su origen el caso y la necesidad, […] o si por el contrario permanece verdadero aquello que constituye la convicción de fondo de la fe cristiana: In principio erat Verbum –En el principio existía la Palabra– en el origen de todas las cosas hay la Razón creadora de Dios que ha decidido participarse a nosotros seres humanos”.

 

A este propósito Benedicto XVI no se ha abstenido de citar para su propio apoyo a “un filósofo qaue no se adhiere a la fe cristiana”, Jürgen Habermas, último gran exponente de la escuela de Francfurt, el cual dice:

 

“Para la autoconciencia normativa del tiempo moderno el cristianismo no ha sido sólo un catalizador. El universalismo igualitario, del cual han brotado las ideas de libertad y de convivencia solidaria, es una herencia inmediata de la justicia judía y de la ética cristiana del amor. Inalterada en sustancia, esta herencia ha sido siempre de nuevo hecha propia de modo crítico y nuevamente interpretada. A esto hasta hoy no existe alternativa”.

 

Non es la primera vez que Joseph Ratzinger concuerda con Habermas. Véase en http://www.chiesa: “Habermas escribe a Ratzinger, Ruini responde. Aliados contra el ‘derrotismo’ de la razón moderna”.

 

Pero el mismo día salió también en “Jesus” una entrevista al más famoso de los teólogos protestantes alemanes, Jürgen Moltmann, admiradísimo por los católicos progresistas. A la pregunta: “¿Cual es su visión sobre el hombre contemporáneo?”, he aquí lo que Moltmann responde, en plena sintonía con Benedicto XVI:

 

“Del hombre moderno tengo la impresión de que no ama la vida en el modo correcto: por esto hace experimentos con embriones y fetos, como si fuesen el primer estadio de la vida humana y no de los seres humanos verdaderos y propios. La humanidad debe ser respetada también en su estadio original, adámico: esto para mí es lo más importante de las investigaciones con células para las enfermedades de los ancianos o para la demencia. En el mundo moderno, en el cual se sobrevuela sobre todo, se debe reforzar el amor por los estadios iniciales de la vida. Esto es imporante también en relación al terrorismo del mundo islámico”.

 

Para las homilías y los discursos de Benedicto XVI en Austria, ver la página ad hoc, en el sitio del Vaticano.

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En Tor Tre Teste ha nacido una iglesia bellísima. Pero desmemoriada y muda

Posted by El pescador en 26 agosto 2007

(original en italiano; traducción mía)

El papa de visita en la nueva iglesia construida en Roma por Richard Meier. Hecha sólo de paredes desnudas, incapaces de narrar la fe cristiana. Pietro De Marco la compara con la catedral de Monreale y dice cómo hacerla revivir

de Sandro Magister

ROMA, 24 marzo 2006 – La foto que ilustra la entrada es de una iglesia novísima en la periferia de Roma, en la localidad de Tor Tre Teste. La ha ideado y construído uno de los arquitectos más renombrados en el mundo, el judío americano Richard Meier, con ocasión del Año Santo del 2000. Está dedicada a Dios Padre Misericordioso.

El domingo 26 marzo Benedicto XVI visitará esta iglesia y celebrará allí la Misa. Será su segunda visita a una parroquia romana desde que es Papa.

La nueva iglesia es considerada una obra maestra de la arquitectura religiosa contemporánea y es meta de numerosos visitantes y turistas.

A estos se les dice que tiene la forma de una barca: la barca de la Iglesia con el sucesor de Pedro al timón.

Se explica que las tres velas de cemento pulido y blanquísimo simbolizan la Trinidad, y que la vela más grande indica la protección de Dios sobre su pueblo.

Se les hace notar que un rayo de sol, al atardecer, ilumina el crucifijo puesto sobre el altar.

Pero precisamente, todo esto debe ser dicho y explicado. Porque la Iglesia está desnuda y despojada y taciturna, tanto fuera como dentro. Ha sido pensada así, en homenaje a aquella ausencia de imágenes que es el dogma de tanta arquitectura sagrada moderna.

El mismo crucifijo que está encima del altar –un bello crucifijo del Seiscientos de madera y cartón– han debido tomarlo y llevarlo allí de otra iglesia de la periferia romana.

En otro ángulo ha sido colocada provisionalmente una Virgencita blanca y azul sobre una columnita de plástico.

Pequeños signos –estos últimos– de la voluntad de rellenar un vacío advertido como insostenibile.

Hay de hecho algo que chirría entre la desnudez de estas paredes con todo geométricamente encantadoras y la desbordante riqueza de imágenes que distingue a dos millones de arte cristiano.

A través de estas imágenes la fe cristiana ha hablado a las gentes y ha sido transmitida de generación en generación. El improviso mutismo del arte religioso moderna es cuestión seria que embiste en primer lugar a la Iglesia.

La cual es consciente de ello, en sus mentes más advertidas.

Es consciente de ello el Papa Joseph Ratzinger, como se deriva de tantas páginas suyas sobre el arte cristiano escritas como teólogo y cardinal.

Es consciente de ello la conferencia episcopal italiana, cuando promueve –como parte de su “proyecto cultural”– una historia-catequesis del arte cristiano en Italia en tres espléndidos, ilustradísimos volúmenes editados por Timothy Verdon, el primero de los cuales está ya en librerías, editado por ediciones San Paolo.

Hay un abismo entre las desnudas paredes de la iglesia de Meier y, por ejemplo, los más de 6.000 metros cuadrados de mosaicos que revisten la catedral de Monreale, en Sicilia –obra maestra del arte normando del siglo XII– con las historias del Antiguo y del Nuevo Testamento, los ángeles y los santos, los profetas y los apóstoles, los obispos y los reyes, y el Cristo “Pantocrátor”, gobernador de todo, gobernante de todo, que desde el ábside envuelve al pueblo cristiano con su luz, su mirada, su potencia.

La comparación entre estos dos modelos antitéticos –la catedral de Monreale y la iglesia de Meier– es una comparación también entre dos teologías y entre dos tipos de presencia cristiana en el mundo.

Es cuanto hace Pietro De Marco en la nota que sigue. De Marco es profesore de sociología de la religión en la Universidad de Florencia y en la Faculta Teológica de la Italia Central.

Para una iglesia habitable por la “Civitas Dei” de Pietro De Marco
He vuelto a ver la catedral de Monreale. Sucede de encontrarse aturdidos ante una aparición tan total e inesperada. Lo he vuelto a ver con ojos nuevos, en la unidad de su implantación de la construcción y del manto de mosaicos que lo reviste; arquitectura e icono, símbolos que abren al otro de aquellos muros y de aquellas imágenes, representación de la Ciudad de Dios.

Lo que aparece a la comunidad reunida en aquella catedral es, de hecho, una manifestación, de la “Civitas Dei” como subsiste en el coro de los ángeles, en la soberanía del Resucitado, en los santos y contemporáneamente en el conjunto de los hombres en camino de salvación sobre la tierra, que se miran al espejo en la historia sagrada que aquí invade las paredes: así como en el “De Civitate Dei” de san Agustín la historia bíblica constituye la trama de la dramática narración de la historia del mundo.

Para el fiel, volver los pasos hacia la catedral es acceder es acceder al monte Sión. Dice la Carta a los Hebreos 12,22-24: “Vosotros os habéis acercado al monte Sión, a la ciudad de Dios vivo, la Jerusalén celestial, y a miríadas de ángeles, reunión solemne y asamblea de los primogénitos inscritos en los cielos, y a Dios, juez universal, y a los espíritus de los justos llegados ya a su consumación, y a Jesús, mediador de una nueva Alianza, y a la aspersión purificadora de una sangre que habla mejor que la de Abel”.

El estar en la catedral es auténtica contemplación de la Jerusalén del cielo, es participación por imagen en Ciudad de Dios El concreto espacio del edificio y el enorme mosaico en el cual se despliega la noticia del saber saludable son la presencia adiestrante del misterio. Y están a un tiempo, en aquel pueblo reunido, la evidencia de las “duae civitates”: alargada al cielo o ya celeste la Ciudad de Dios; no abierta al cielo la ciudad “carnal” que se opone a Dios.

* * *

Dando vueltas a estas cosas, me pareció comprender mejor una tenaz desconfianza mía por la pureza anicónica, privada de imágenes, de los interiores de las iglesias contemporáneas, de alta o de modestísima arquitectura, católicas y no católicas o de uso mixto, como sucede frecuentemente en el norte de Europa.

La pared blanca, en un espacio sagrado, actúa como un espejo vacío, más bien como una pantalla blanca para los fantasmas y las pasiones del alma. Las historias, las imágenes que se proyectan allí están al arbitrio de la propia singularísima vida. Cierto, sucede algo parecido también ante la imagen sagrada, ante la estatua del Sagrado Corazón, ante las lágrimas de María, sin embargo en modos completa y absolutamente distintos. Las imágenes sagradas acogen y absorben el movimiento, la irradiación de nuestra alma; allí se sustituye y viene al encuentro del alma como el Otro salvador, como mundo sagrado y rico en sentido que rompe el círculo del egoísmo.

Inmersa, en cambio, en la blancura sin imágenes el alma no sale verdaderamente de sí, a no ser en la eventual forma de una quietud de saturación estática, peligrosamente al límite de la ausencia de religión. Estas paredes que parecen vehículo de transcendencia, porque así ilusoriamente próximas al Dios que no se puede describir, son más bien impenetrables a la transcendencia justamente porque están vacías y privadas de formas. Al Dios de las grandes fes nos aproximamos sólo recorriendo las huellas, los signos, los saberes que nos han sido revelados y dados, y sin los cuales la fe se extravía.

Pero hay en el complejo de figuras de Monreale, dominado por el gesto adiestrante del Cristo “Pantocrátor”, gobernante de todo, algo que me urge subrayar más. Sin icono de la historia de la salvación y de la Jerusalén del cielo el espacio de la iglesia, de cada iglesia cristiana, no pierde sólo y genéricamente sacralidad. Pierde su habitabilidad para el pueblo cristiano.

También en quién sea no sabedor de tal ciudadanía es trasladado un saber efectivo, en cierto modo experimental, por el solo hecho de sumergirse en el vértigo arquitectónico-figurativo de una iglesia. Vértigo del interior, del cielo y de la tierra.

El arzobispo de Monreale, Cataldo Naro, ha recordado en su reciente carta pastoral la visita del gran teólogo alemán Romano Guardini a aquella catedral, en la Semana Santa de 1.929. Habíamos perdido –percibía Guardini pensando en el cristianismo nórdico– un modo esencial de la participación orante, el que “se desarrolla mirando”, un modo que por el contrario “allí atodavía había” en los fieles reunidos para la liturgia del Sábado Santo: “la capacidad de vivir- en la-mirada, de estar en la visión, de acoger lo sagrado por la forma y por el evento, contemplando”.

No, pues, salto en la oscuridad, desesperada y no bíblica metáfora de la fe. Sino salto en la luz, y memoria y camino a la Luz. Orante entre otros hombres, tomado en la acción litúrgica y en el divino aparato de las imágenes por las cuales me son presentes el primer Adán y el segundo, Cristo, los mártires y los bienaventurados, me descubro miembro de la “Civitas Dei” toda, yo soy ya y no todavía hombre, más bien ciudadano, celeste.

La verdad misma de la vida ultraterrena –que no es seguro nuestra reunión con el alma del mundo– recibe una particular luminosidad al verla contigua con las formas de la existencia de los peregrinos sobre la tierra. El relativo ocaso, en el último siglo, de esta apertura del alma a la “civitas” de los ángeles y de los bienaventurados no debe hacer olvidar que tal cuerpo terreno-celeste de la iglesia es un horizonte vital de la espiritualidad y devoción católica. El arte de las iglesias –que en esto ha alcanzado su grado excelso en la edad barroca– expresa la vertiginosa continudad de la única “civitas” donde muertos y vivientes, santos y pecadores, coexisten en armonía entre el tiempo que nos devora y la eternidad feliz.

* * *

Este saber de la divina ciudadanía es esencial al saberse cristianos. De tal saber, sin embargo, si la impura presencia de imágenes de las iglesias católicas y ortodoxas es vehículo y confirmación viviente, la impura ausencia de imágenes es negación.

Por eso deberemos desconfiar de los desnudos espacios de oración común y culto, en los cuales aparece quizá sólo una cruz y sin la imagen del Hijo. El alma no resposa en sí misma. El anuncio cristiano dice algo distinto: “Cor quiescit in Te”, el corazón reposa en Dios, escribe Agustín; un Dios de palabras y actos, de formas y figuras, que edifica un pueblo y traza visibles recorridos de gracia. La pared blanca vacía los saberes de la fe, mientras son en realidad de imágenes, y no vacíos, los mismos signos religiosos del judaísmo y del islam.

La visita a la prestigiosa iglesia del Padre Misericordioso construída por el arquitecto Richard Meier en Roma Tor Tre Teste impone una reflexión crítica sobre la inteligencia eclesiástica y laica, no sólo italiana, que alimenta el gusto dominante por el empobrecimiento en imágenes de los espacios sagrados.

Pertenece a la misma deriva intelectual la evidencia que la iglesia de Meier es considerada como cualquier espacio eclesiástico bello, destinado a cultivadores y turistas, tendencialmente desacralizado hasta la celebración litúrgica, como si antes y después de la celebración eso fuese un espacio neutro.

No es, de todas formas, la calidad arquitectónica lo que causa el problema, aunque es legítima la polémica de grandes arquitectos contra la mediocre locura de tanta arquitectura contemporánea de iglesia. La iglesia de Meier es formalmente bella. Pero esta condición no es ni necesaria ni suficiente para una iglesia habitable por la “Civitas Dei”.

Insisto: los signos visibles del uso sagrado, catequético y ritual son para ratificar la transparencia del objeto arquitectónico hacia la Jerusalén celeste y a abrir el lugar a la fe del creyente. Para el disfrute sagrado de un espacio no es decisiva la estructura de los muros, sino el adorno decorativo e iconográfico –del cual Monreale es paradigma– y el equipamiento funcional: vasos sagrados, vestidos, cada uno de los otros objetos dedicados al rito.

Estos signos, en la iglesia de Meier y en otros iglesias modernas, así como en mucha arquitectura románica “limpiada” por las restauraciones del siglo XX, están demasiado ausentes o apartados. En la iglesia del Padre Misericordioso el altar no aparece como altar, sino análogo a tantos otros elementos desacralizados, puesto que es un monolito de travertino sin signos que lo identifiquen, ni una cruz, un mantel, un facistol, en suma sin traza de aquello a lo que está destinado: un objeto disponible. Mientras su celosa delimitación convierte el objeto sagrados no más disponible para otra cosa.

Cada iglesia semejante volverá a ser espacio sagrado si la “plebs sancta”, el pueblo de los fieles, tiene el valor de romper el encanto perferso del interior blanco, vacío, espiritualista más que espiritual, evertiendo destructivamente “feas” estatuas del Sagrado Corazón, una gruta de Lourdes, una gran imagen del padre Pío, una teca con un cuerpo de cera de un santo, exvotos, las velas y un Via Crucis; en definitiva aquello que hay en cada iglesia que no haya sido desnudada por el purismo del párroco y feligreses, o de cualquier despacho de curia.

La sagrada presencia de imágenes, mejor si realizada en maneras altas por manos de artista, debe poder ser rozado, tocado, si se atreve a hacerlo. Sólo si la iglesia de Meier aguanta la irrupción de la sagrada presencia ordinaria de imágenes, para lo cual yo puedo hablar allí, íntima y desvergonzadamente, con la presencia también artísticamente innegable del Dios con nosotros, sólo entonces será una iglesia en la cual podrá detenerse no desarraigada la “Civitas Dei” terrena.

Subrayo lo de “no desarraigada”. Contra la tesis de los teólogos anicónicos (sin presencia de imágenes) para quienes el desarraigo está en el mismo itinerario de fe.

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«Semana Santa en Monreale», por Romano Guardini

Posted by El pescador en 25 agosto 2007

(original en italiano; traducción mía)

 

Una extraordinaria lección de liturgia en vivo, escrita por el teólogo que fue maestro de Joseph Ratzinger. En una página por primera vez traducida del original alemán

de Sandro Magister

ROMA, 12 abril 2006 – Mientras en Roma, en la basílica de San Pedro, Benedicto XVI celebra su primera semana santa como papa, en otra antigua y grandiosa basílica, la de Monreale en Sicilia, los ritos pascuales tienen una “guía” idealmente muy cercana: la de Romano Guardini, el teólogo alemán del cual el joven Joseph Ratzinger más aprendió en tema de liturgia.

Guardini visitó la basílica de Monreale en 1.929 y lo contó en su “Viaje a Sicilia”.

La visitó en los días de la Semana Santa: el jueves durante la Misa crismal y el sábado, durante la vigilia que en la época se celebraba por la mañana.
El actual arzobispo de Monreale, Cataldo Naro, ha retomado aquella narración de Guardini del original alemán, lo ha traducido y lo ha vuelto a proponer a los fieles al interior de una carta pastoral de título “Amamos nuestra Iglesia”. Como para hacer de guía de las celebraciones litúrgicas de hoy.

En aquella página, el gran teólogo alemán escribió todo su estupor por la belleza de la basílica de Monreale y el esplendor de sus mosaicos.

Pero sobre todo escribió que ha sido impresionado por los fieles que asistían al rito, por su “vivir-en la-mirada”, por la “compenetración” entre este pueblo y las figuras de los mosaicos, que por eso cobraban vida y movimiento.

“Le pareció –nota el arzobispo Naro en la carta pastoral– que aquel pueblo experimentó un modo ejemplar de celebrar la liturgia: con la visión”.

La basílica di Monreale, obra maestra del arte normando del siglo XII, tiene las paredes enteramente revestidas de mosaicos con fondo de oro con las historias del Antiguo y del Nuevo Testamento, los ángeles y los santos, los profetas y los apóstoles, los obispos y los reyes, y el Cristo “Pantocrator”, gobernante de todo, que desde el ábside envuelve al pueblo cristiano con su luz, su mirada, su potencia.

He aquí a continuación la narración de la visita de Guardini a Monreale traducido de su “Reise nach Sizilien [Viaje a Sicilia]”.

El original alemán esta en R. Guardini, “Spiegel und Gleichnis. Bilder und Gedanken [Espejo y palabra. Imágenes y pensamientos]”, Grünewald-Schöningh, Mainz-Paderbon, 1990, pp. 158-161.

“Entonces se me hace claro cuál es el fundamento de una verdadera piedad litúrgica…” de Romano Guardini

Hoy he visto algo grandioso: Monreale. Estoy rebosante de un sentido de gratitud por su existencia. La jornada era lluviosa. Cuando llegamos –era jueves santo– la misa solemne estaba más allá de la consagración. El arzobispo para la bendición de los óleos sagrados estaba sentado sobre un sitio elevado bajo el arco triunfal del coro. El amplio espacio estaba abarrotado. Por todas partes las personas estaban sentadas en sus sillas, silenciosas, y miraban.

¿Qué debería decir del esplendor de este lugar? Primeramente la mirada del visitante ve una basílica de proporciones armoniosas. Después percibe un movimento en su estructura, y esta se enriquece con cualquier cosa nueva, un deseo de transcendencia la atraviesa hasta traspasarla; pero todo esto avanza hasta culminar en aquella espléndida luminosidad.

Un breve instante histórico, por tanto. No sigue mucho rato, le sucede algo del completamente Otro. Pero este instante, aunque breve, es de una inefable belleza.

Oro sobre todas las paredes. Figuras sobre figuras, en todas las veces y en todas las arcadas. Salen del fondo áureo como de un cosmos. Del oro irrumpen por todas partes colores que tienen en sí algo de radiante.

Sin embargo la luz estaba atenuada. El oro dormía, y todos los colores dormían. Se veía que estaban ahí y esperaban. ¡Y qué serían si refulgiesen en su esplendor! Sólo aquí o allí un borde brillaba, y un aura claroscura se untaba sobre el manto azul de la figura de Cristo en el ábside.

Cuando llevaron los óleos sagrados a la sacristía, mientras la procesión, acompañada por la insistente melodía del antiguo himno, se desataba a través de aquella muchedumbre de figuras de la catedral, ésta se reanimó.

Sus formas se movieron. Entrando en relación con las personas que avanzaban con solemnidad, en el rozarse de los vestidos y de los colores en las paredes y en las arcadas, los espacios se pusieron en movimiento. Los espacios vinieron al encuentro de los oídos tensos en escucha y a los ojos en contemplación.

La multitud estaba sentada y miraba. Las mujeres llevaban el velo. En sus vestidos y en sus telas los colores esperaban el sol para poder resplandecer. Los rostros acusados de los hombres eran bellos. Casi nadie leía. Todos vivían en la mirada, todos estaban extendidos para contemplar.

Entonces se me hace claro cuál es el fundamento de una verdadera piedad litúrgica: la capacidad de entender el “santo” en la imagen y en su dinamismo

* * *

Monreale, sábado santo. A nuestra llegada la ceremonia sagrada estaba en la bendicion del cirio pascual. Inmediatamente después el diácono avanzó solemnemente a lo largo de la nave principal y llevó el Lumen Christi.

El Exsultet fue cantado delante del altar mayor. El obispo estaba sentado sobre su trono de piedra elevado a la derecha del altar y escuchaba. Siguieron las lecturas tratadas por los profetas, y allí volví a encontrar el significado sublime de aquellas imágenes de mosaico.

Después la bendición del agua bautismal en medio de la iglesia. En torno a la fuente estaban sentados todos los asistentes, en el centro el obispo, la gente estaba alrededor. Llevaron a los niños, se notaba el orgullo impresionado de sus padres, y el obispo los bautizó.

Todo era cosa familiar. La conducta del pueblo era al mismo tiempo desenvuelta y devota, y cuando uno hablaba al vecino, no molestaba. De este modo la sagrada ceremonia continuó su curso. Se desplegaba un poco en toda la gran iglesia: ora se desarrollaba en el coro, ora en las naves, ora bajo el arco triunfal. La amplitud y la majestad del lugar abrazaban cada movimiento y cada figura, allí hicieron recíprocamente compenetrar hasta unirse.

De tanto en tanto un rayo de sol penetraba en la bóveda, y entonces una sonrisa áurea invadía cada ángulo, era conducido a su verdadera fuerza y asumido en una trama armoniosa que colmaba el corazón de felicidad.

La cosa más bella sin embargo era el pueblo. Las mujeres con sus pañuelos, los hombres con sus capas sobre los hombros. Por todas partes rostros acentuados y un comportamiento sereno. Casi ninguno que leía, casi ninguno agachado para rezar solo. Todos miraban.

La sagrada ceremonia se prolongó durante más de cuatro horas, sin embargo siempre hubo una viva participación. Hubo modos diversos de participación orante. Uno se realiza escuchando, hablando, gesticulando. Otro por el contrario se desarrolla mirando. El primero es bueno, y nosotros los del Norte de Europa no conocemos otro. Pero hemos perdido algo que en Monreale todavía existía: la capacidad de vivir-en la-mirada, de estar en la visión, de acoger lo sagrado por la forma y por el evento, contemplando.

Yo ya estaba para irme, cuando de improviso hojeo aquellos ojos vueltos a mí. Casi horrorizado aparto la mirada, como si experimentase pudor de escrutar en aquellos ojos que habían sido ya abiertos sobre el altar.

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