La semana pasada hubo un gran revuelo por las palabras de Benedicto XVI sobre el infierno durante el encuentro con los párrocos y el clero de la ciudad de Roma, el día 7.
Usted ha hablado justamente sobre temas fundamentales de la fe, que desgraciadamente aparecen raramente en nuestra predicación. En la Encíclica Spe salvi he querido justamente hablar también del juicio último, del juicio en general, y en este contexto también sobre purgatorio, infierno y paraíso. Pienso que nosotros todos estamos aún siempre golpedos por las objeciones de los marxistas, según los cuales los cristianos han hablado sólo del más allá y han descuidado la tierra. Así queremos demostrar que realmente nos empeñamos por la tierra y o somos personas que hablan de realidades lejanas, que no ayudan la tierra. Ahora, aunque sea justo mostrar que los cristianos trabajan por la tierra —y nosotros todos estamos llamados a trabajar para que esta tierra sea realmente una ciudad para Dios y de Dios— no debemos olvidar la otra dimensión. Sin tenerlo en cuenta, no trabajamos bien por la tierra. Mostrar esto ha sido uno de los objetivos fundamentales para mí al escribir la Encíclica. Cuando no se conoce el juicio de Dios, no se conoce la posibilidad del infierno, del fracaso radical y definitivo de la vida, no se conoce la posibilidad y la necesidad de la purificación. Entonces el hombre no trabaja bien por la tierra porque pierde al final los criterios, no conoce más a sí mismo, al no conocer a Dios, y destruye la tierra. Todas las grandes ideologías han prometido: nosotros tomaremos en la mano las cosas, no descuidaremos más la tierra, crearemos el mundo nuevo, justo, correcto, fraterno. En cambio, han destruído el mundo. Lo vemos con el nazismo, lo vemos también con el comunismo, que prometieron construir el mundo tal como habría debido ser y, en lugar de eso, destruyeron el mundo.
En las visitas ad limina de los Obispos de países ex comunistas, veo siempre de nuevo como en aquellas tierras han quedado destruídos no sólo el planeta, la ecología, sino sobre todo y más gravemente las almas. Volver a encontrar la conciencia verdaderamente humana, iluminada por la presencia de Dios, es la primera labor de reedificación de la tierra. Esta es la experiencia común de esos países. La reedificación de la tierra, respetando el grito de sufrimiento este planeta, se puede realiar sólo volviendo a encontrar en el alma a Dios, con los ojos abiertos hacia Dios.
Por eso Usted tiene razón: debemos hablar de todo esto justamente por responsabilidad hacia la tierra, hacia los hombres que hoy viven. Debemos hablar también y justo del pecado como posibilidad de destruirse a sí mismo y así también a otras partes de la tierra. En la Encíclica he tratado de demostrar que precisamente el juicio último de Dios garantiza la justicia. Todos queremos un mundo justo. Pero no podemos reparar todas las destrucciones del pasasdo, todas las personas injustamente atormentadas y matadas. Sólo Dios mismo puede crear la justicia, que debe ser justicia para todos, también para los muertos. Y como dice Adorno, un gran marxista, sólo la resurrección de la carne, que él considera irreal, podría crear justicia. Nosotros creemos en esta resurección de la carne, en la cual no todos serán iguales. Hoy se ha acostumbrado a pensar: qué es el pecado, Dios es grande, nos conoce, por tanto el pecado no cuenta, al final Dios será bueno con todos. Es una bella esperanza. Pero existe la justicia y existe la verdadera culpa. Con aquellos que han destruído al hombre y la tierra no pueden sentarse inmediatamente a la mesa de Dios junto con sus víctimas. Dios crea justicia. Debemos tenerlo presente. Por eso me parecía importante escribir este texto sobre el purgatorio, que para mí es una verdad tan obvia, tan evidente y tan necesaria y consoladora que no puede faltar. He tratado de decir: quizá no son tantos aquellos que se han destruído así, que son insanables para siempre, que no tienen más algún elemento más sobre el cual pueda sostenerse el amor de Dios, no tienen más en sí mismos una mínima capacidad de amar. Esto sería el infierno. Por otra parte, son ciertamente pocos —o de todas formas no demasiados— aquellos que son tan puros que puedan entrar inmediatamente en la comunión de Dios. Muchísimos de nosotros confían que haya algo sanable en nosotros, que haya una voluntad final de servir a Dios y de servir a los hombres, de vivir según Dios. Pero hay tantas y tantas heridas, tanta porquería. Tenemos necesidad de ser preparados, de ser purificados. Esta es nuestra esperanza: incluso con tantas porquerías en nuestra alma, al final el Señor nos da la posibilidad, nos lava finalmente con su bondad que viene de su cruz. Nos hace así capaces de ser eternamete para Él. Y así el paraíso es la esperanza, es la justicia finalmente realizada. Y nos da también los criterios para vivir, para que este tiempo sea de alguna manera un paraíso, sea una primera luz del paraíso. Donde los hombres viven según estos criterios, aparece un poco de paraíso en el mundo, y esto es visible. Me parece también una demostración de la verdad de la fe, de la necesidad de seguir el camino de los mandamientos, de los cuales debemos hablar más. Estos son realmente indicadores de camino y nos muestran cómo vivir bien, cómo elegir la vida. Por eso debemos también hablar del pecado y del sacramento del perdón y de la reconciliación. Un hombre sincero sabe que es culpable, que debería volver a comenzar, que debería ser purificado. Y esta es la maravillosa realidad que nos ofrece el Señor: hay una posibilidad de renovación, de ser nuevos. El Señor comienza con nosotros de nuevo y nosotros podemos volver a comenzar así también con los otros en nuestra vida.
Este aspecto de la renovación, de la restitución de nuestro ser después de tantas cosas equivocadas, después de tantos pecados, es la gran promesa, el gran don que la Iglesia ofrece. Y que, por ejemplo, la psicoterapia no puede ofrecer. La psicoterapia hoy está tan difundida y es tan necesaria frente a tantas psiques destruídas o gravemente heridas. Pero la posibilidad de la psicoterapia son muy limitadas: puede buscar sólo un poco de volver a equilibrar un alma desequilibrada. Pero no puede dar una verdadera renovación, una superación de estas graves enfermedades del alma. Y por eso permanece siempre provisional y nunca definitiva. El sacramento de la penitencia nos da la ocasión de renovarnos hasta el fondo con la potencia de Dios —ego te absolvo— que es posible porque Cristo ha tomado sobre sí estos pecados, estas culpas. Me parece que esta es justamente hoy una gran necesidad. Podemos volver a ser sanados. Las almas que están heridas y enfermas, como es la experiencia de todos, tienen necesidad no sólo de consejos sino de una verdadera renovación, que puede venir sólo del poder de Dios, del poder del Amor crucificado. Me parece esto el gran nexo de los misterios que al final inciden realmente en nuestra vida. Debemos nosotros mismos volver a meditarlos y hacerlos llegar así de nuevo a nuestra gente.