N. B. Esta entrada está relacionada con la lectura del Evangelio del domingo XXXIII del Tiempo Ordinario (Ciclo C)
Antonio Socci (original en italiano; traducción mía)
“Libero” 7 noviembre 2010
“¡Qué bello! ¡Es el teletransporte!”. Exclamó mi hijo, doce años, apasionado de las tecnologías, la ciencia ficción, los ordenadores, los efectos especiales (está loco por el 3D).
Pero expresa su admiración después de haberme oído hablar no de tecnología, sino de Santo Tomás de Aquino, al cual estaba leyendo en un libro mío sobre Juan Pablo II.
Precisamente estaba charlando con unos amigos sobre las páginas en las cuales Tomás ilustra cómo seremos después de la resurrección de los cuerpos. Decía que tendrá “sutilidad y agilidad”, o sea, aunque sean efectivamente carne, no estarán más sometidos a los límites del tiempo y del espacio como hoy, sino que estarán bajo el perfecto dominio del espíritu, del alma, de la mente (y por eso serán inmortales).
Por tanto –entre otras cosas- podremos trasladarnos simplemente con el pensamiento, superando cualquier barrera física o distancia (como refieren los evangelios sobre Jesús después de la resurrección).
No había pensado que nuestra futura “agilidad” sea la realización del actual sueño (de la ciencia y de la ciencia ficción) del teletransporte –como dice mi hijo- pero es divertido considerarlo.
En el fondo los fenómenos de bilocación atestiguados en la vida de algunos santos, como el padre Pío, son albores del día de la gloria.
Revelaciones
La cuestión de los “cuerpos gloriosos” es en efecto bastante poco conocida y también poco explicada por la Iglesia. Parece como “un tema teológico congelado” como ha escrito el filósofo Giorgio Agamben.
Por otro lado es extraordinariamente fascinante y oportuno el número apenas aparecido de “Civiltà Cattolica” que le dedica un artículo de Mario Imperatori, el cual critica la predicación unilateral de la salvación únicamente del alma por parte de los cristianos, subrayando la necesidad de anunciar (más justa y completamente) la resurrección de los cuerpos.
La mentalidad de los creyentes está muy gravada aún y contaminada del antiguo dualismo platónico que contrapone alma y cuerpo. Pero esto es lo opuesto al cristianismo, ha explicado Santo Tomás de Aquino, que “en un sentido expresamente antiespiritualista” funda la teología sobre la Escritura más que sobre Platón. El cristianisjmo de hecho no anuncia que Dios existe, sino que Dios se ha hecho carne, que por nosotros ha muerto y ha resucitado en su misma carne.
He aquí por qué en estas páginas de Tomás, vueltas a proponer por la revista de los jesuitas, no hay miedo del cuerpo o de la sexualidad que ha veces ha marcado ciertos ambientes religiosos, más platónicos que cristianos. Hay por el contrario en Tomás la extraordinaria exaltación del cuerpo y de la sexualidad humana.
El sentido del sexo
Visto el discurso (obsesivo y enfermo) que se hace del sexo y del cuerpo en periódicos y Tv, vista la abundancia de la cuestión sexual en el debate público y también en las vidas privadas, es verdaderamente interesante leer estas páginas para comprobar hasta el fondo qué sentido tiene el misterio metido en nuestros cuerpos, esta oscura sed de infinito que vuelve febril la carne, este espasmódico deseo del placer que es al mismo tiempo un modo de exorcizar el envejecimiento y la muerte y una búsqueda inconsciente del éxtasis.
Como lo es la droga, que proporciona una ilusión de éxtasis, “liberando” de los límites y de los dolores del cuerpo.
Nosotros en efecto ¿cómo sentimos el cuerpo? Oscilamos entre dos extremos: por un lado es percibido como una fuente de placer que se convierte en obsesiva, totalizante.
Por otro lado como un límite doloroso, una prisión de la cual huir y –en el fondo- la huida representada por las drogas o el alcohol, aunque muy distinta, persigue el mismo objetivo buscado por las religiones orientales.
Por el contrario Santo Tomás indica en la revelación cristiana el camino (el único camino) de la felicidad del cuerpo y del alma. Al mismo tiempo. Aquella felicidad plena que parecería imposible, aquel placer –también de los sentidos- que no terminará nunca.
Pero vayamos con orden, siguiendo las interesantes páginas de la revista de los jesuitas.
Tomás de Aquino sobre todo muestra que en el estado original, la sexualidad de Adán y Eva –al contrario que la nuestra- estaba sometida a la razón “cuyo papel no era de hecho el de reprimir el placer de los sentidos que, al contrario, resultado aumentado”.
Se puede hacer un parangón con los caprichos: una persona en condiciones normales, de sobriedad, puede gustar y gozar de un óptimo vino mucho más que un borracho que ni se da cuenta de lo que bebe.
En el primer caso el placer es aumentado, en el segundo caso el consumo es compulsivo, enfermo y hacer estar mal. Esta es la consecuencia del pecado original que ha sustraído el cuerpo al dominio del alma (y lo ha expuesto entre otras cosas a la enfermedad y a la muerte).
Tomás afirma por otro lado que en el hombre “el alma es la única forma del cuerpo” y eso significa que nada de lo que el hombre hace es puramente animal, puramente biológico.
Ni el comer y beber, ni el acoplamiento sexual. Al contrario que los animales, que simplemente responde a una necesidad física, el hombre tiene dentro una pregunta, una falta existencial, un deseo de infinito que explica por qué está siempre insatisfecho y por qué ningún “consumo”, ninguna posesión, lo apaga.
La suya es un “hambre” bastante superior a la necesidad biológica. De hecho hace de la cabeza.
Tomás extrae una consecuencia ulterior de su afirmación: la separación de cuerpo y alma es “contra naturam”. Y su reunión, con la resurrección final, hará que gocemos de mucho más placer que en el Paraíso o sufriremos mucho más las penas del infierno, porque percibiremos el placer o el sufrimiento con todos nuestros cinco sentidos.
El Sumo Placer
Por esto –como escribe San Pablo- nuestro mismo cuerpo gime en la espera de la plena redención, o del “sumo placer”, como dice Dante. De hecho participaremos con el mismo cuerpo en la vida de Dios. Es lo que la teología ortodoxa llama “divinización”. Los padres de la Iglesia repiten: “Dios se ha hecho hombre para que el hombre se convierta en Dios”. Un destino por tanto que –por gracia- es superior incluso al de los ángeles.
Los resucitados serán siempre físicamente hombres y mujeres, de hecho Tomás niega la presunta supremacía del hombre y –al contrario de cuanto cree Aristóteles- afirma que la mujer no es en absoluto un hombre incompleto, sino que es obra de Dios igual que el hombre y la diversidad de sus cuerpos pertenece al diseño de la creación.
Al contrario es un reflejo de aquella unidad en la distinción que connota las personas divinas de la Trinidad.
Por tanto la belleza femenina, como también la belleza masculina, serán parte de la beatitud eterna. En los beatos habrá un verdadero y propio “esplendor corporal”. Una belleza tanto mayor cuanto más luminosa es el alma.
Ellos podrán ver la divinidad, o sea gozar del “Sumo bien”, en sus efectos corporales “sobre todo en el cuerpo de Cristo, después en el cuerpo de los beatos y finalmente en todos los otros cuerpos”.
Esta “profunda asociación del cuerpo humano a la eterna beatitud” es su inimaginable exaltación. Los resucitados –dice Tomás- “se servirán de los sentidos para gozar de aquellas cosas que no repugnan al estado de incorrupción».
Inimaginable beatitud
Si alguien se hacía la pregunta sobre el Paraíso y sobre el placer sexual, como lo como lo conocemos aquí abajo sobre la tierra, habrá encontrado ya la respuesta.
Pero –para aclararlo mejor– la revista jesuita trae una fulminante página del filósofo judío francés (y convertido) Hadjadj: “A través del sexo queremos ser alterados por el alma. Los genitales eran sólo el medio defectuoso de esta penetración del otro hasta lo impenetrable.
Con la resurrección, a partir de un alma que la visión beatífica de Dios hace recaer sobre el cuerpo, la entera carne posee la penetrabilidad del otro sexo y la impenetrabilidad de la mirada (…).
Inútil por tanto unir las partes bajas. La intensidad del abrazo y la altura de la palabra se casarán con estos cuerpos profundos al infinito.
Las carnes podrán unirse sin reservas en un beso de paz, que será por otra parte un himno desgarrador al Salvador”.
Es el Paraíso.