A Marcos Valsera Cobos, en sus primeras horas en este mundo, sombra de los bienes futuros (cf. Hebreos 10,1)
Por nuestra condición humana buscamos la seguridad, una seguridad tangible, visible, que sea una certeza, para que estemos más tranquilos. Esto constrasta con la forma que tiene Dios de revelarse a nosotros, de darse a conocer, no desde el poder o la fuerza sino desde la debilidad.
Tenemos el ejemplo tan conocido de David contra Goliat, un niño contra un gigante. Ya al ungirlo, el profeta Samuel no había reparado en él por ser el más pequeño de los hermanos, y pensó que el elegido por Dios para ser el nuevo rey de Israel iba a ser alguno de los hijos mayores de Jesé, que eran más fuertes: «Cuando llegó, vio a Eliab, y pensó: – Seguro, el Señor tiene delante a su ungido. Pero el Señor le dijo: – No te fijes en las apariencias ni en su buena estatura. Lo rechazo. Porque Dios no ve como los hombres, que ven la apariencia. El Señor ve el corazón» (1 Samuel 16,6-7); «luego preguntó a Jesé: – ¿Se acabaron los muchachos? Jesé respondió: – Queda el pequeño, que precisamente está cuidando las ovejas. Samuel dijo: – Manda a por él, que no nos sentaremos a la mesa mientras no llegue. Jesé mandó a por él y lo hizo entrar: era de buen color, de hermosos ojos y buen color, de hermosos ojos y buen tipo. Entonces el Señor dijo a Samuel: – Anda, úngelo, porque es éste» (1 Samuel 16,11-12). El versículo siguiente, el 13, dice «Samuel tomó la cuerna de aceite y lo ungió en medio de sus hermanos. En aquel momento invadió a David el Espíritu del Señor, y estuvo con él en adelante».
Y ese Espíritu del Señor fue el que hizo posible su hazaña de derribar con su honda de pastor al gigante filisteo Goliat, cuya descripción impresiona y que el hagiógrafo o escritor sagrado quizá exagera para destacar la desigualdad del duelo con el joven pastor, recién ungido como rey de Israel: «Del ejército filisteo se adelantó un luchador, llamado Goliat, oriundo de Gat, de casi tres metros de alto. Llevaba un casco de bronce en la cabeza, una cota de malla de bronce que pesaba medio quintal, grebas de bronce en las piernas y una jabalina de bronce a la espalda; el asta de su lanza era como la percha de un tejedor y su punta de hierro pesaba unos seis kilos» (1 Samuel 17,4-7).
Contrasta esta mole filistea con la pequeñez de David y su confianza en la fuerza del Señor para vencer (versículos 36-50):
«Tu servidor ha matado leones y osos; ese filisteo incircunciso será uno más, porque ha desafiado a las huestes del Dios vivo. Y añadió: – El Señor, que me ha librado de las garras del león y de las garras del oso, me librará de las manos de ese filisteo. Entonces Saúl le dijo: -Anda con Dios. Luego vistió a David con su uniforme, le puso un casco de bronce en la cabeza, le puso una loriga, y le ciñó su espada sobre el uniforme. David intentó en vano caminar, porque no estaba entrenado, y dijo a Saúl: – Con esto no puedo caminar, porque no estoy entrenado. Entonces se quitó todo de encima, agarró su cayado, escogió cinco cantos del arroyo, se los echó al zurrón, empuñó la honda y se acercó al filisteo. Éste, precedido de su escudero, iba avanzando acercándose a David; lo miró de arriba abajo y lo despreció, porque era un muchacho de buen color y guapo, y le gritó: – ¿Soy yo, acaso, un perro para que vengas a mí con un palo? Luego maldijo a David invocando a sus dioses, y le dijo: – Ven acá, y echaré tu carne a las aves del cielo y a las fieras del campo. Pero David le contestó: – Tú vienes hacia mí armado de espada, lanza y jabalina; yo voy hacia ti en nombre del Señor Todopoderoso, Dios de las huestes de Israel, a las que has desafiado. Hoy te entregará el Señor en mis manos, te venceré, te arrancaré la cabeza de los hombros y echaré tu cadáver y los del campamento filisteo a las aves del cielo y a las fieras de la tierra, y todo el mundo reconocerá que hay un Dios en Israel, y todos los aquí reunidos reconocerán que el Señor da la victoria sin necesidad de espadas ni lanzas, porque ésta es una guerra del Señor, y Él os entregará en nuestro poder. Cuando el filisteo se puso en marcha y se acercaba en dirección de David, éste salió de la formación y corrió velozmente en dirección del filisteo; echó mano al zurrón, sacó una piedra disparó la honda y le pegó al filisteo en la frente: la piedra se le clavó en la frente, y cayó de bruces en tierra. Así venció David al filisteo, con la honda y una piedra; lo mató de un golpe, sin empuñar espada».
Merece la pena leer el relato sagrado, que insiste en la confianza que David tiene en el Señor, no en sus propias armas, para salir victorioso de aquel peligroso duelo tan desigual, porque sabía que Dios es el que da la victoria, y la otorga a través de alguien pequeño y aparentemente insignificante.
Pues bien, esto es algo que se repite a lo largo de la Historia de la salvación y que tiene su culmen en Jesucristo. Los mismos magos de Oriente que iban a adorarlo, primero lo buscaron en el palacio de Herodes; los dirigentes del pueblo no lo aceptaron porque esperaban un Mesías poderoso y triunfal, y no concebían que éste pudiera venir como uno de nosotros.
Pero es que Dios no quiere servirse de la fuerza ni del poder ni manifestarse a través de ellos, porque entonces no deja lugar a nuestra libertad para aceptarlo o rechazarlo (¿quién podría negarse a aceptar a un Mesías nacido en el palacio de Herodes?), y es que aunque nos demuestra su origen divino con sus milagros todavía algunos lo rechazaban (Lucas 11,14-21); ni quiere a los orgullosos y seguros de sí mismos, porque éstos no necesitan a nadie y menos a Dios. Dios se revela en la debilidad para que así podamos amarlo, no temerlo.
Y la mayor debilidad de Dios al revelarse la encontramos en la cruz, que muestra la lógica de Dios, tan distinta del mundo, que por eso lo odió y odia a sus discípulos (Juan 15,18).