(original en italiano; traducción mía)
BENEDICTO XVI
Audiencia general
Aula Pablo VI
Miércoles 23 de diciembre de 2009
Queridos hermanos y hermanas,
Con la Novena de Navidad, que estamos celebrando en estos días, la Iglesia nos invita a vivir de modo intenso y profundo la preparación al Nacimiento del Salvador, casi inminente […]
Para comprender mejor el significado de la Natividad del Señor quisiera hacer una breve mención de los orígenes históricos de esta solemnidad. De hecho, el Año litúrgico de la Iglesia no se desarolló inicialmente partiendo del nacimiento de Cristo, sino de la fe en su resurrección. Por eso la fiesta más antigua de la cristiandad no es la Navidad, sino la Pascua; la resurrección de Cristo funda la fe cristiana, está en la base del anuncio del Evangelio y hace nacer la Iglesia. Por tanto ser cristianos significa vivir de manera pascual, haciéndonos envolver en el dinamismo que es originado por el Bautismo y que lleva a morir al pecado para vivir con Dios (cfr. Ro 6,4).
El primero en afirmar con claridad que Jesús nace el 25 de diciembre fue Hipólito de Roma, en su comentario al Libro del profeta Daniel, escrito hacia el año 204. Algún exegeta nota, después, que en aquel día se celebraba la fiesta de la Dedicación del Templo de Jerusalén, instituida por Judas Macabeo en el 164 a.C. La coincidencia de fechas vendría entonces a significar que con Jesús, aparecido como luz de Dios en la noche, se realiza verdaderamente la dedicación del templo, el Adviento de Dios sobre esta tierra.
En la cristiandad la fiesta de la Navidad tomó una forma definitiva en el siglo IV, cuando ocupó el lugar de la fiesta romana del “Sol invictus”, el sol invicto; se pone así en evidencia que el nacimiento de Cristo es la victoria de la luz sobre las tinieblas del mal y del pecado. Sin embargo, la particular e intensa atmósfera espiritual que rodea a la Navidad se desarrolló en la Edad Media, graicas a san Francisco de Asís, que estaba profundamente enamorado del hombre Jesús, del Dios-con-nosotros. Su primer biógrafo, Tommaso da Celano, en la Vita segunda cuenta que san Francisco “Por encima de todas las otras solemnidades celebraba con inefable premura la Natividad del Niño Jesús, y llamaba fiesta de las fiesta el día en el que Dios, hecho pequeño infante, había mamado de un seno humano” (Fonti Francescane, n. 199, p. 492). De esta particular devoción al misterio de la Encarnación tuvo origen la famosa celebración de la Navidad en Greccio. Le fue inspirada probablemente a san Francisco por su peregrinación a Tierra Santa y por el belén de Santa María la Mayor en Roma. Lo que animaba al Pobrecillo de Asís era el deseo de experimentar de manera concreta, viva y actual la humilde grandeza del acontecimiento del nacimiento del Niño Jesús y de comunicar la alegría a todos.
En la primera biografía, Tomás de Celano habla de la noche del pesebre de Greccio de un modo vivo y llamativo, ofreciendo una aportación decisiva a la difusión de la tradición navideña más bella, la del belén. La noche de Greccio, de hecho, ha vuelto a dar a la cristiandad la intensidad y la belleza de la fiest de Navidad, y ha educado al Pueblo de Dios a acoger el mensaje más auténtico, el particular calor, y a amar y a adorar la humanidad de Cristo. Tal aproximación particular a la Navidad ha ofrecido a la fe cristiana una nueva dimensión. La Pascua había concentrado la atención en el poder de Dios que vence a la muerte, inaugura la vida nueva y enseña a esperar en el mundo que vendrá. Con san Francisco y su belén se ponían en evidencia el amor inerme de Dios, su humildadd y su benignidad, que en la Encarnación del Verbo se manifiesta a los hombres parar enseñar un nuevo modo de vivir y de amar.
El Celano cuenta que, en aquella noche de Navidad, fue concedida a Francisco la gracia de una visión maravillosa. Vio yacer inmóvil en el pesebre un niño pequeño, que se despertó del sueño justo con la llegada de Francisco. Y añade: “Ni esta visión discrepaba de los hechos, porque, por obra de la gracia que actuaba por medio de su santo siervo Francisco, el niñito Jesús resucitó en el corazón de muchos, que lo habían olvidado, y fue impreso profundamente en su memoria amorosa” (Vita prima, op. cit., n. 86, p. 307). Este cuadro describe con mucha precisión cuánto han transmitido a la fiesta cristiana de la Navidad la fe viva y el amor de Francisco por la humanidad de Cristo: el descubrimiento de que Dios se revela en los tiernos miembros del Niño Jesús. Gracias a san Francisco, el pueblo cristiano ha podido percibir que en Navidad Dios de verdad se ha convertio en el “Enmanuel”, el Dios-con-nosotros, del cual no nos separa ninguna barrera ni ningua lejanía. En aquel Niño, Dios se ha hecho tan próximo a cada uno de nosotros, tan cercano, que podemos tratarlo de tú y tratar con él en una relación confidencial de profundo afecto, así como hacemos con un recién nacido.
En aquel Niño, de hecho, se manifiesta Dios-Amor: Dios viene sin armas, sin la fuerza, porque no intenta conquistar, por así decir, desde el exterior, sino que intenta más bien ser escuchado por el hombre en la libertad; Dios se hace Niño inerme para vencer la soberbia, la violencia, el vivo deseo de posesión del hombre. En Jesús Dios ha asumido esta condición pobre y desarmante para vencernos con el amor y conducirnos a nuestra verdadera identidad. No debemos olvidar que el título más grande de Jesucristo es justamente aquello de “Hijo”, Hijo de Dios; la dignidad divina viene indicada con un término que prolonga la referencia a la humilde condición del pesebre de Belén, en orden a corresponder de manera única a su divinidad, que es la divinidad del “Hijo”.
Su condición de Niño nos indica, además, cómo podemos encontrar a Dios y gozar de su presnecia. A la luz de la Navidad podemos comprender las palabras de Jesús: “Si no os convertís y no os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos” (Mt 18,3). Quien no ha comprendido el misterio de la Navidad, no ha entendido el elemento decisivo de la existencia cristiana. Quien no acoge a Jesús con corazón de niño no puede entrar en el reino de los cielos: esto es cuanto Francisco ha querido recordar a la cristiandad de su tiempo y de todos los tiempos, hasta hoy. Rogamos al Padre para que conceda a nuestro corazón aquella simplicidad que reconoce en el Niño al Señor, justo como hace Francisco en Greccio. Entonces podría sucedernos a nosotros cuanto Tomás de Celano –refiriéndose a la experiencia de los pastores de la Noche Santa (cfr. Lc 2,20)- cuenta a propósito de cuantos estuvieron presentes en el evento de Greccio: “cada uno volvió a casa lleno de inefable alegría” (Vita prima, op. cit., n. 86, p. 479).
Este es el deseo que formulo con afecto a todos vosotros, a vuestras familias y a vuestros seres queridos. ¡Feliz Navidad a todos vosotros!