En el episodio de esta noche de la serie House de nuevo ha salido el tema del aborto; ya lo traté en otra entrada del mes pasado sobre la misma serie. En esta ocasión, el episodio 12 de la tercera temporada se titula Un día, una habitación y trata sobre una chica que va a la consulta y resulta tener una enfermedad venérea; cuando House le alarga las pastillas para el tratamiento ella le da un manotazo y le grita que no la toque. Entonces nuestro doctor se da cuenta de que la chica ha sido violada.
Eve, la víctima de la violación, se empeña en ser atendida por House; la cosa se complica cuando se dan cuenta de que está embarazada, y cómo no, House quiere hacer un aborto, como otra operación o tratamiento más.
Pero ella se niega con argumentos religiosos (se graduó en Religiones comparadas en la Universidad), puesto que toda vida es sagrada y el aborto es un asesinato: La respuesta de House es tan cínica como siempre ¿La vida de Hitler es sagrada, o la del que te hizo esto?
Pero ella insiste, puesto que quiere defender la vida, ya que nuestro destino es la eternidad, se resiste a creer que la vida se acabe sólo en el tiempo de la tierra, como le dice el médico.
No sé si el nombre del personaje tendrá alguna intencionalidad, pero Eve (Eva en español) significa Madre de los que viven, y esta chica está convencida realmente y hace todo lo posible para seguir adelante con su embarazo y realmente hace honor a su nombre ya que es madre de una criatura que vive en sus entrañas y se empeña en defender su vida, puesto que es sagrada.
Realmente es muy duro tener que asumir esa maternidad impuesta tras este terrible trauma pero la solución no es provocar otro trauma con un aborto: Durante la Guerra de Yugoslavia de principios de los noventa fue una triste rutina las violaciones de mujeres; muchas quedaron embarazadas, y años después leí un reportaje sobre su vida después que los niños nacieron; decían que al principio odiaban a esos bastardos que llevaban dentro pero que luego su instinto maternal se impuso y amaron a esos niños impuestos.
De entre todos los testimonios sobresale el de Sor Lucy Vertrusc, una joven religiosa que también fue violada y resultó embarazada; ella se ofreció como las Carmelitas de Compiègne para ser mártir y efectivamente lo fue, pero siendo un testimonio viviente (mártir significa en griego testigo). Merece la pena leer con detenimiento esta carta que escribió a su Superiora tras descubrir su embarazo; en ella expone sus razones para continuar con su nueva vida, porque dice que no se puede arrancar una planta con sus raíces: Leedlo y difundidlo pues esta joven quiso, según ella misma dice, testimoniar con su hijo, fruto de la violencia, lo único que engrandece al ser humano: el perdón.
«Soy Lucy, una de las jóvenes religiosas que ha sido violada por los soldados serbios. Le escribo, Madre, después de lo que nos ha sucedió a mis hermanas Tatiana, Sandria y a mí.
Permítame no entrar en detalles del hecho, hay en la vida experiencias tan atroces que no pueden confiarse a nadie más que a Dios, a cuyo servicio, hace apenas un año, me consagré.
Mi drama no es tanto la humillación que padecí como mujer, ni la ofensa incurable hecha a mi vocación de consagrada, sino la dificultad de incorporar a mi fe un evento que ciertamente forma parte de la misteriosa voluntad de Aquél, a quien siempre consideraré mi Esposo divino.
Hace pocos días que había leído «Diálogo de Carmelitas«, y espontáneamente pedí al Señor la gracia de poder también yo morir mártir. Dios me tomó la palabra, pero ¡de qué manera! Ahora me encuentro en una angustiosa oscuridad interior. Él ha destruido el proyecto de mi vida, que consideraba definitivo y exaltante para mí y me ha introducido de improviso en un nuevo designio suyo que, en este momento, me siento incapaz de descubrir.
Cuando adolescente escribí en mi Diario: Nada es mío, yo no soy de nadie, nadie me pertenece. Alguien, en cambio, me apresó una noche, que jamás quisiera recordar, me arrancó de mi misma, queriendo hacerme suya…
Era ya de día cuando desperté y mi primer pensamiento fue el de la agonía de Cristo en el Huerto. Dentro de mí se desencadenó una lucha terrible. Me preguntaba por qué Dios permitió que yo fuese desgarrada, destruida precisamente en lo que era la razón de mi vida; pero, también me preguntaba a qué nueva vocación Él quería llamarme.
Me levanté con esfuerzo y mientras ayudada por Josefina me enderezaba, me llegó el sonido de la campana del convento de las Agustinas, cercano al nuestro, que llamaba a la oración de las nueve de la mañana.
Hice la señal de la cruz y recité mentalmente el himno litúrgico: En esta hora sobre el Gólgota, / Cristo, verdadero Cordero Pascual, paga el rescate de nuestra salvación.
¿Qué es, Madre, mi sufrimiento y la ofensa recibida, comparados con el sufrimiento y la ofensa de Aquél por quien había jurado mil veces dar la vida? Dije despacio, muy despacio: Que se cumpla tu voluntad, sobre todo ahora que no tengo dónde aferrarme y que mi única certeza es saber que Tú, Señor, estás conmigo.
Madre, le escribo no para buscar consuelo, sino para que me ayude a dar gracias a Dios por haberme asociado a millares de compatriotas ofendidas en su honor y obligadas a una maternidad indeseada. Mi humillación se añade a la de ellas, y porque no tengo otra cosa que ofrecer en expiación por los pecados cometidos por los anónimos violadores y para reconciliación de las dos etnias enemigas, acepto la deshonra sufrida y la entrego a la misericordia de Dios.
No se sorprenda, Madre, si le pido que comparta conmigo un «gracias» que podría parecer absurdo. En estos meses he llorado un mar de lágrimas por mis dos hermanos asesinados por los mismos agresores que van aterrorizando nuestras ciudades, y pensaba que no podría sufrir más… ¡qué tan lejos estaba de imaginar lo que me habría de suceder!
A diario llamaban a la puerta de nuestro convento centenares de criaturas hambrientas, tiritando de frío, con la desesperación en los ojos. Hace unas semanas un muchacho de dieciocho años me dijo: Dichosas ustedes que han elegido un lugar donde la maldad no puede entrar. El chico tenía en la mano el rosario de las alabanzas del Profeta. Y añadió en voz baja: Ustedes no sabrán nunca lo que es la deshonra.
Pensé largamente sobre ello y me convencí de que había una parte secreta del dolor de mi gente que se me escapaba y casi me avergoncé de haber sido excluida. Ahora soy una de ellas, una de las tantas mujeres anónimas de mi pueblo, con el cuerpo desbastado y el alma saqueada. El señor me admitió a su misterio de vergüenza. Es más, a mí, religiosa, me concedió el privilegio de conocer hasta el fondo la fuerza diabólica del mal.
Sé que de hoy en adelante, las palabras de ánimo y de consuelo que podré arrancar de mi pobre corazón, ciertamente serán creíbles, porque mi historia es su historia, y mi resignación, sostenida por la fe, podrá servir sino de ejemplo, por lo menos de referencia de sus reacciones morales y afectivas.
Basta un signo, una vocecita, una señal fraterna para poner en movimiento la esperanza de tantas criaturas desconocidas.
Dios me ha elegido -que Él me perdone esta presunción- para guiar a las más humilladas de mi pueblo hacia un alba de redención y de libertad. Ya no podrán dudar de la sinceridad de mis palabras, porque vengo, como ellas, de la frontera del envilecimiento y la profanación.
Recuerdo que cuando frecuentaba en Roma la Universidad «Auxilium» para la Licenciatura en Letras, una anciana eslava, profesora de literatura, me recitaba estos versos del poeta Alexej Mislovic: Tú no debes morir porque has elegido estar/ de la parte del día. La noche en que por horas y horas fui destrozada por los serbios me repetía estos versos, que los sentía como un bálsamo para el alma, enloquecida ya casi por la desesperación.
Ahora ya todo pasó y al volver hacia atrás tengo la impresión de haber sufrido una terrible pesadilla. Todo ha pasado, Madre, pero, todo empieza. En su llamada telefónica, después de sus palabras de aliento, que le agradeceré toda la vida, usted me hizo una pregunta concreta: ¿Qué harás de la vida que te han impuesto en tu seno? Sentí que su voz temblaba al hacerme esa pregunta, pregunta a la que no creí oportuno responder de inmediato; no porque no hubiese reflexionado sobre el cambio a seguir, sino para no turbar sus eventuales proyectos respecto de mí. Yo ya decidí. Seré madre. El niño será mío y de nadie más. Sé que podría confiarlo a otras personas, pero él – aunque yo no lo quería ni lo esperaba- tiene el derecho a mi amor de madre. No se puede arrancar una planta con sus raíces. El grano de trigo caído en el surco tiene necesidad de crecer allí, donde el misterioso, aunque inicuo sembrador lo echó para crecer.
Realizaré mi vocación religiosa de otra manera. Nada pediré a mi congregación que me ha dado ya todo. Estoy muy agradecida por la fraterna solidaridad de las hermanas, que en este tiempo me han llenado de delicadezas y atenciones, y particularmente por no haberme importunado con preguntas indiscretas.
Me iré con mi hijo, no sé adonde; pero Dios, que rompió de improviso mi mayor alegría, me indicará el camino a recorrer para hacer su voluntad.
Volveré pobre, retomaré el viejo delantal y los zuecos que usan las mujeres los días de trabajo y me iré con mi madre a recoger en nuestros bosques la resina de la corteza de los árboles…
Alguien tiene que empezar a romper la cadena de odio que destruye desde siempre nuestros países. Por eso, al hijo que vendrá le enseñaré sólo el amor. Este, mi hijo nacido de la violencia, testimoniará junto a mí la única grandeza que honra al ser humano: el perdón.
Afectuosísimamente, Lucy Vertrusc».