Pinchando en este enlace se puede descargar un material muy útil de moniciones para la Misa diaria y dominical, que he sacado del blog Germinans germinabit, de donde también podéis descargarlo ahora y cada mes (en la columna de la derecha abajo).
Archive for the ‘Liturgia’ Category
Moniciones para la Misa: Septiembre 2017
Posted by El pescador en 6 septiembre 2017
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La situación de la pila bautismal en las iglesias parroquiales
Posted by El pescador en 6 mayo 2011

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Eucaristía y Liturgia: testigos de una presencia real
Posted by El pescador en 13 junio 2009
(original en italiano; traducción mía)
GIACOMO GALEAZZI (La Stampa)
La Carta a los Hebreos es uno de los escritos más ricos del Nuevo Testamento, pero demasiado a menudo los creyentes lo desatienden, quizás porque el argumento tratado es trabajoso y, como el autor mismo nos advierte, requiere una particular atención. El centro del anuncio está en estos versículos: “Jesús, como permanece para siempre, posee un sacerdocio inmutable. De ahí que él puede salvar en forma definitiva a los que se acercan a Dios por su intermedio, ya que vive eternamente para interceder por ellos” (7, 24-25). Durante la liturgia se ora siempre “por nuestro Señor Jesucristo que vive y reina por los siglos de los siglos”. De alguna manera se hace eco de la fe del autor de la Carta a los Hebreos: Jesús vive para siempre e intercede por su Iglesia, su cuerpo del cual es la cabeza. La Iglesia depende de Cristo para su misma vida. Jesús comunica esta vida en particular en la Eucaristía y Benedicto XVI, en la exhortación apostólica Sacramentum caritatis, explica que “la Eucaristía es CristoLa Eucaristía es Cristo que se nos entrega, edificándonos continuamente como su cuerpo” (n. 14). “La Iglesia hace la Eucaristía y la Eucaristía hace la Iglesia”, recita un adagio de la edad patrística subrayando la existencia de una relación íntima y recíproca entre el cuerpo eucarístico y el cuerpo eclesial del Señor. Sin embargo es importante comprender correctamente cuál es la prioridad. Como destaca Benedicto XVI “la posibilidad que tiene la Iglesia de «hacer» la Eucaristía tiene su raíz en la donación que Cristo le ha hecho de sí mismo” porque “Él es quien eternamente nos ama primero” (n. 14). En la Eucaristía el amor de Cristo se encarna más plenamente: justamente su cuerpo y su sangre son dados para nosotros. Después del Vaticano II la reforma, bienvenida y necesaria, benvenuta e necessaria, de la liturgia ha traído consigo muchos ricos frutos. Las Sagradas Escrituras han encontrado un puesto de honor, para permitir al pueblo de Dios nutrirse a la mesa de la Palabra y la mesa eucarística. Además la mayor implicación de la entera asamblea en la celebración ha llevado a una participación más activa por parte de toda la comunidad, respondiendo a la exhortación del concilio a la participatio actuosa. Sin embargo, también los más encendidos defensores de los ritos litúrgicos reformados admiten la existencia de un potencial “lado oscuro” de la reforma. La celebración de la Eucaristía versus populum y la tendencia a evidenciar la Eucaristía como comida de la comunidad puede, sin quererlo, ensombrecer la naturaleza única de este lugar, hecho posible por el sacrificio de Cristo. Es el don de sí hecho por Cristo que está en el centro de esta comida: “El pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo” (Juan 6,51). “La Eucaristía es Cristo que se nos entrega”, escribe Benedicto XVI y en latín es aún más eficaz: Christus se nobis tradens (“Cristo que se entrega a nosotros”). El subrayado de la dimensión colectiva de la liturgia, de por sí indiscutiblemente válida, tiene el riesgo de transformarse en una autocelebración de la comunidad. Este riesgo se hace más elevado en una cultura terapéutica, es decir en la cual la emoción superficial a menudo viene asumida como criterio de autenticidad. El resultado puede ser un cuerpo “decapitado”, una comunidad privada de la cabeza. Por lo demás la necesidad de evidenciar el primado de Cristo como cabeza del cuerpo y fuente de su vida, no ha salido a la luz sólo después del Vaticano II. Mucho tiempo antes, el teólogo jesuita, más tarde cardenal, Henri de Lubac, escribió en la Méditation sur l’Église: “Ciertamente no hay confusión entre la cabeza y los miembros. Los cristianos no son el cuerpo ni físico ni eucarístico de Cristo, y la esposa no es el esposo”. Hay una unión íntima en una irreductible distinción. Cristo, la cabeza, no está nunca privado de su cuerpo, que es la Iglesia, y la Iglesia no puede prosperar si no es en la unión dadora de vida con su cabeza. Es por tanto esencial cultivar en la espiritualidad un sentido vivo de la presencia real de Cristo, que está expresada plenamente por la Eucaristía, pero va acompañada por otras experiencias de la presencia de Cristo. Los cristianos orientales, por ejemplo, han promovido la práctica de la “oración de Jesús”, a menudo sincronizada con la propia respiración. La tradición benedictina trata en cambio de reconocer la presencia de Cristo en el huésped. En otros casos la recuperación de la adoración del Santísimo Sacramento ha ayudado a muchas personas a redescubrir la presencia viva del Señor entre los miembros de su pueblo. La Eucaristía se coniverte por tanto en una escuela de la presencia del Señor, que nos enseña a percibir su presencia en cada aspecto de la vida. El sacerdote que celebra la Eucaristía debería tratar de ser también el mistagogo de la comunidad, para conducir la comunidad a una comprensión profunda de la presencia salvífica de Cristo. Un aspecto crucial de esta mitagogía es la inserción de momentos de profundo silencio en la celebración eucarística, útiles para saborear mejor la presencia de Cristo en la Palabra y en el sacramento. En un mundo en el cual parece prevalecer demasiado a menudo la ausencia de significado y de esperanza, los cristianos formados en la Eucaristía, pueden ser testigos de una presencia real, sea en el culto de Cristo resucitado sea en el propio servicio hacia cuantos sufren por causas materiales y espirituales. Su experiencia de Cristo en la Eucaristía los empujará a cantar con Bernardo de Claraval: Jesu dulcis memoria, dans ver cordis gaudia/sed super mel et omnia, ejus dulcis praesentia!
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Sólo el sacrificio hace posible el banquete
Posted by El pescador en 12 junio 2009
LAS PALABRAS DE LA DOCTRINA de don Nicola Bux y don Salvador Vitiello: Sólo el sacrificio hace posible el banquete
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Entrevista a Olegario González de Cardedal
Posted by El pescador en 14 mayo 2008
Este profesor de Cristología de la Pontificia Universidad de Salamanca es uno de los grandes teólogos actuales. Reproduzco esta entrevista donde habla de cuestiones de la Iglesia actual, tanto la universal como la española.
Es interesante lo que dice sobre la ignorancia y el desconocimiento del latín que tienen los eclesiásticos: seminaristas y sacerdotes de ahora y del futuro, y tiene razón puesto que “estudiar latín y griego no sirve para nada, estudiar sociología es más útil” (entre comillas porque es una frase, no de Olegario, sino de altos cargos de una diócesis):
Entrevista a Olegario González de Cardedal
«La liturgia en latín recuperada por Benedicto XVI abre una posibilidad más de expresión que se une a las existentes»
«No hay otra institución que esté tan presente en la sociedad como la Iglesia, volcada con los marginados»
La Opinión de Zamora TANIA SUTIL. – “El educador cristiano, testigo de fe” es el título de la conferencia inaugural de las jornadas diocesanas dedicadas a la educación desarrolladas durante estos días. ¿Cómo ejercer este testimonio en la actualidad?
– El testimonio de la fe siempre ha sido el mismo. La fe se transmite desde una convicción personal vivida, no como un hecho físico ni como una demostración científica. Se transmite como expresión de una vida que alguien experimenta, un valor iluminador y acrecentador de la fe humana que quien lo experimenta lo ofrece a los demás como una posibilidad.
– ¿Transmitir ese mensaje en la sociedad actual entraña más dificultades que en tiempos pasados?
– Todos los tiempos son igualmente fáciles o difíciles porque el sujeto personal, con sus cuestiones de fondo como el amor, el sentido, el futuro, la esperanza o el prójimo, son las raíces permanentes de la vida humana y son constantes a lo largo de la historia. El hecho religioso se ofrece en el contexto de las múltiples ofertas que la sociedad hace pero no entra en colisión directa con ninguna de ellas.
– ¿Es el aula el lugar idóneo para difundir ese hecho religioso?
– El hecho religioso es universal y permanente en la historia. Si es un hecho determinante de la vida humana, universal y constante, la escuela tiene que informar sobre ello en su totalidad.
– A propósito de la “Educación para la Ciudadanía”, ¿corresponde al Estado la educación moral de los ciudadanos?
– Al Estado le corresponde explicitar aquellos valores, ideales o instituciones que están en la Constitución española a la vez que las declaraciones internacionales que el estado español ha suscrito. Ir más allá ya no sería propio del Estado.
– Como buen conocedor del Papa, ¿qué opina de la recuperación de ciertos elementos de la liturgia, tal y como oficiar la misa en latín y de espaldas a los fieles?
-Al Papa lo que hay que hacer es leerlo. Con ese texto jurídico abre una posibilidad más de expresión litúrgica, por tanto, no cierra ninguna de las posibilidades que existen hasta ahora sino que abre la oportunidad de que en determinadas circunstancias se pueda celebrar también el rito litúrgico vigente hasta el Concilio Vaticano II. Lo mismo que hay rito mozárabe, ambrosiano u oriental, ¿por qué no éste que no se impone nada a nadie? Mi tristeza profunda es que los españoles y los futuros seminaristas y sacerdotes no sepan latín. Y no saber las lenguas en las que están escritas las fuentes del Cristianismo es una pérdida fundamental porque quien no sabe no es libre. Una Iglesia que no conoce las fuentes y los textos originales de la historia máter es una Iglesia a merced de quienes sí lo saben. Por tanto, bienvenido sea una invitación a un saber más hondo, a una expresión litúrgica más ancha y a una mayor libertad en la Iglesia.
– ¿Existe en la actualidad un divorcio entre la Iglesia y la sociedad?
– No hay otra institución que esté tan presente en la sociedad como la Iglesia. Primero, porque donde hay un cristiano ahí está la Iglesia, a través de la innumerable lista de asociaciones, testimonios y grupos. Cuando alguien dice que la Iglesia no existe, es negar la realidad. La Iglesia se preocupa del Sida, de atender a los marginados y de estar en el mundo rural.
– ¿Y entre el Gobierno y la Iglesia?
– Una cosa es la normativa jurídica, que está perfectamente clara en los acuerdos entre la Iglesia y el Estado, y otra es la situación del Gobierno socialista de la Iglesia, donde algunas propuestas legales que están llevando adelante no son compartidas por la Iglesia, que lo manifiesta por los cauces jurídicos y la expresión pública.
– ¿Percibe un empeño en imponer el laicismo como signo de la modernidad?
– En efecto, hay grupos laicos a los que les gustaría que desapareciera la religión como signo y hecho público de la vida española. Pero eso siempre lo ha habido. Yo me pregunto: ¿por qué tanto escándalo porque dos millones de españoles se manifestaran para exponer sus ideales de la familia hace unas semanas? Si se habla de que la sociedad es pasiva, pues ahí tienen a esas personas para demostrar que no es así. Es cierto que hubo dos frases que no son jurídicamente de recibo, pero la cuestión de fondo es que esa masa expuso su disentimiento respecto a los modelos de familia que intentan imponer. Lo demás, es una farsa y una falacia.
– Fueron polémicas las últimas declaraciones del obispo de Orihuela-Alicante, el zamorano Rafael Palmero, en las que manifestaba que la homosexualidad «es una enfermedad que nadie quiere padecer». ¿Comparte su tesis?
– Para definir la homosexualidad como una enfermedad tenemos médicos, psicólogos, moralistas… Es un área donde yo nunca he trabajado y hay que conocer saberes profesionales muy específicos en los que yo, honestamente, no he profundizado.
«La Iglesia no orienta el voto de sus fieles»
Nos encontramos a las puertas de unas elecciones generales. ¿Orienta la Iglesia el voto de sus fieles?
– La Iglesia no orienta el voto, sino a sus miembros con las condiciones que son determinantes para la vida humana. La Iglesia dice lo que piensa y cada uno es libre para oír o no ese mensaje. No hay ninguna institución en la sociedad española con tanta libertad interior como la Iglesia. Ni sindicatos, ni empresas, ni partidos ni universidades… ya que la Iglesia dice con total sinceridad cuáles son sus condiciones. Quien quiera ser miembro de ella, esos requisitos son normativos, pero no dice a qué partidos dar su sufragio. Eso sí, invita a actuar con coherencia personal.
– Llevamos casi cuatro años de Gobierno socialista. ¿Está la Iglesia más débil como consecuencia del Gobierno de Zapatero o, por el contrario, se ha hecho más fuerte?
– Está más fuerte porque está más consciente de sí misma. Ha despertado para tener en cuenta su misión específica.
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Scott Hann – La Misa está en el Apocalipsis
Posted by El pescador en 31 diciembre 2007
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La adoración eucarística
Posted by El pescador en 5 octubre 2007
Una entrevista con Serge Kerrien, diácono, responsable del Servicio diocesano de pastoral litúrgica y sacramental, vicario episcopal de Saint-Brieuc
Recogidas por Sophie de Villeneuve
(original en francés; traducción mía)
Muchos cristianos, y entre ellos muchos jóvenes, experimentan una alegría real en la práctica de la adoración eucarística. ¿En qué consiste ésta?
Es un ejercicio piadoso, que data de la Edad Media. En esa época, la gente no comulgaba, por normas muy restrictivas: hacía falta estar en «perfecto estado de gracia» lo que no era tan frecuente, ¡tanto más cuanto que sólo confesaban una vez en su vida, generalmente antes de morir! Los cristianos habían encontrado por tanto de qué nutrir su fe de otra manera: comulgaban con la mirada. Esta puesta en relación con Cristo es otra manera de entrar en comunión. Así a partir del siglo XIII se difundieron la procesión del Santísimo Sacramento y la elevación en la Misa. Esta piedad eucarística se reforzó considerablemente en el concilio de Trento para recordar que contrariamente a los protestantes, los católicos creían en la presencia real.
Según Usted, ¿por qué muchos cristianos se encuentran en esta forma de piedad?
Sin duda porque hoy tenemos una forma de déficit en la celebración de la liturgia eucarística. Hemos suprimido, en la Misa, elementos que no habría sido necesario evacuar… No respetamos el tiempo de silencio, de recogimiento, de meditación. De golpe, los más jóvenes desean tener otros tiempos de profundización de la vida espiritual y eso explica la recuperación del interés por la adoración eucarística. ¡Esta fuerte sensibilidad que vuelve hoy es una bella fuente de vida espiritual!
Algunos temen una forma de idolatría. ¿Cómo evitar ese escollo?
La manera más justa de hacer la adoración eucarística es como una prolongación de la Misa. Entonces toma todo su sentido. Hace falta también que la adoración parta de la Palabra de Dios, pues de esta palabra viene el deseo de profundizar el encuentro. Adoramos meditando la palabra que hemos recibido.
¿La adoración no sustituye la Eucaristía?
El primer acto de adoración, no lo olvidemos, es la comunión, puesto que «adorar» quiere decir «llevar a la boca». La adoración eucarística consiste en mirar a Cristo pero sobre todo en dejarse mirar por Él. Es todo salvo un tête à tête confortable entre Jesús y yo. Es hacer silencio en sí para que la Palabra de Dios haga su obra, que me modele, me transforme. El fin de la adoración eucarística, como el de todo ejercicio espiritual, es enviarnos en misión. A la salida, yo debo servir a los pobres, debo anunciar la Buena Noticia. A alguien que dice que le gusta profundamente adorar la Eucaristía, que quizá por razones diversas no puede comulgar, le diría que está bien, porque encuentra un alimento espiritual, pero le advertiría. No es preciso encerrarse en la adoración eucarística, no es necesario cosificar la eucaristía. El pan eucarístico, es alguien con quien entramos en relación y que os envía en misión. Diría también que lo que pasa en el interior de mí mismo no es de mi propia voluntad. No soy yo quien decide por mis propias fuerzas ser mejor, tener una vida espiritual… Es Cristo quien en mí me modela a su imagen.
¡Ayer se comulgaba poco, hoy se comulga muy fácilmente! ¿Encuentra Usted que comulgamos demasiado?
La eucaristía me ayuda a llegar a ser mejor, a vencer el mal que está en mí. Así pues, no comulgamos demasiado. Pero no estoy seguro de que comulguemos bien y encuentro que hemos banalizado el sacramento. Me parece que nuestra procesiones no son bastante dignas, que no sabemos hacer el ademán. Y no sabemos orar al ir a comulgar. Soy muy favorable a que se cante durante la comunión, y no después. Eso alimenta interiormente la acción que vamos a hacer. Quizá hace falta también recordar al cristiano que no se comulga de cualquier manera. No para volver a una noción de pecado o de escándalo, sino para preguntarse si estamos preparados a recibir un alimento y a sacar de él el máximo de beneficios.
¿Cómo volver a dar sentido a este sacramento?
A mi entender la verdadera cuestión es la pastoral de la eucaristía. Nos hemos equivocado al separar la preparación de los niños para la primera comunión de la vida de la comunidad. Hacen falta celebraciones que vayan marcando las etapas hacia la primera comunión, y que serían otras tantas ocasiones de tener una catequesis sobre la eucaristía. Incluido aquí para gentes que tienen situaciones de vida increíbles pero que vienen a Misa el domingo. Para que progresivamente los cristianos descubran la importancia de la eucaristía. Lo mismo, regularmente haría falta, en las homilías, recordar al cristiano la importancia de los signos, de los ademanes, de los actos que hacemos. Hace falta recuperar la grandeza de este sacramento. Hace falta ayudar a las personas a que ellas mismas se den cuenta de que no pueden ir a comulgar, que no están preparadas, que necesitan conversión y encaminamiento necesario. La gente no comprende este regalo que Dios les hace, que es preciso prepararse para ello. ¡Es toda una catequesis que es preciso retomar! Y esto puede funcionar, pues inconscientemente la gente sabe que es importante, que hay algo que se juega. ¡Es preciso hacérselo descubrir!
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En Tor Tre Teste ha nacido una iglesia bellísima. Pero desmemoriada y muda
Posted by El pescador en 26 agosto 2007
(original en italiano; traducción mía)
El papa de visita en la nueva iglesia construida en Roma por Richard Meier. Hecha sólo de paredes desnudas, incapaces de narrar la fe cristiana. Pietro De Marco la compara con la catedral de Monreale y dice cómo hacerla revivir
de Sandro Magister
ROMA, 24 marzo 2006 – La foto que ilustra la entrada es de una iglesia novísima en la periferia de Roma, en la localidad de Tor Tre Teste. La ha ideado y construído uno de los arquitectos más renombrados en el mundo, el judío americano Richard Meier, con ocasión del Año Santo del 2000. Está dedicada a Dios Padre Misericordioso.
El domingo 26 marzo Benedicto XVI visitará esta iglesia y celebrará allí la Misa. Será su segunda visita a una parroquia romana desde que es Papa.
La nueva iglesia es considerada una obra maestra de la arquitectura religiosa contemporánea y es meta de numerosos visitantes y turistas.
A estos se les dice que tiene la forma de una barca: la barca de la Iglesia con el sucesor de Pedro al timón.
Se explica que las tres velas de cemento pulido y blanquísimo simbolizan la Trinidad, y que la vela más grande indica la protección de Dios sobre su pueblo.
Se les hace notar que un rayo de sol, al atardecer, ilumina el crucifijo puesto sobre el altar.
Pero precisamente, todo esto debe ser dicho y explicado. Porque la Iglesia está desnuda y despojada y taciturna, tanto fuera como dentro. Ha sido pensada así, en homenaje a aquella ausencia de imágenes que es el dogma de tanta arquitectura sagrada moderna.
El mismo crucifijo que está encima del altar –un bello crucifijo del Seiscientos de madera y cartón– han debido tomarlo y llevarlo allí de otra iglesia de la periferia romana.
En otro ángulo ha sido colocada provisionalmente una Virgencita blanca y azul sobre una columnita de plástico.
Pequeños signos –estos últimos– de la voluntad de rellenar un vacío advertido como insostenibile.
Hay de hecho algo que chirría entre la desnudez de estas paredes con todo geométricamente encantadoras y la desbordante riqueza de imágenes que distingue a dos millones de arte cristiano.
A través de estas imágenes la fe cristiana ha hablado a las gentes y ha sido transmitida de generación en generación. El improviso mutismo del arte religioso moderna es cuestión seria que embiste en primer lugar a la Iglesia.
La cual es consciente de ello, en sus mentes más advertidas.
Es consciente de ello el Papa Joseph Ratzinger, como se deriva de tantas páginas suyas sobre el arte cristiano escritas como teólogo y cardinal.
Es consciente de ello la conferencia episcopal italiana, cuando promueve –como parte de su “proyecto cultural”– una historia-catequesis del arte cristiano en Italia en tres espléndidos, ilustradísimos volúmenes editados por Timothy Verdon, el primero de los cuales está ya en librerías, editado por ediciones San Paolo.
Hay un abismo entre las desnudas paredes de la iglesia de Meier y, por ejemplo, los más de 6.000 metros cuadrados de mosaicos que revisten la catedral de Monreale, en Sicilia –obra maestra del arte normando del siglo XII– con las historias del Antiguo y del Nuevo Testamento, los ángeles y los santos, los profetas y los apóstoles, los obispos y los reyes, y el Cristo “Pantocrátor”, gobernador de todo, gobernante de todo, que desde el ábside envuelve al pueblo cristiano con su luz, su mirada, su potencia.
La comparación entre estos dos modelos antitéticos –la catedral de Monreale y la iglesia de Meier– es una comparación también entre dos teologías y entre dos tipos de presencia cristiana en el mundo.
Es cuanto hace Pietro De Marco en la nota que sigue. De Marco es profesore de sociología de la religión en la Universidad de Florencia y en la Faculta Teológica de la Italia Central.
Para una iglesia habitable por la “Civitas Dei” de Pietro De Marco
He vuelto a ver la catedral de Monreale. Sucede de encontrarse aturdidos ante una aparición tan total e inesperada. Lo he vuelto a ver con ojos nuevos, en la unidad de su implantación de la construcción y del manto de mosaicos que lo reviste; arquitectura e icono, símbolos que abren al otro de aquellos muros y de aquellas imágenes, representación de la Ciudad de Dios.
Lo que aparece a la comunidad reunida en aquella catedral es, de hecho, una manifestación, de la “Civitas Dei” como subsiste en el coro de los ángeles, en la soberanía del Resucitado, en los santos y contemporáneamente en el conjunto de los hombres en camino de salvación sobre la tierra, que se miran al espejo en la historia sagrada que aquí invade las paredes: así como en el “De Civitate Dei” de san Agustín la historia bíblica constituye la trama de la dramática narración de la historia del mundo.
Para el fiel, volver los pasos hacia la catedral es acceder es acceder al monte Sión. Dice la Carta a los Hebreos 12,22-24: “Vosotros os habéis acercado al monte Sión, a la ciudad de Dios vivo, la Jerusalén celestial, y a miríadas de ángeles, reunión solemne y asamblea de los primogénitos inscritos en los cielos, y a Dios, juez universal, y a los espíritus de los justos llegados ya a su consumación, y a Jesús, mediador de una nueva Alianza, y a la aspersión purificadora de una sangre que habla mejor que la de Abel”.
El estar en la catedral es auténtica contemplación de la Jerusalén del cielo, es participación por imagen en Ciudad de Dios El concreto espacio del edificio y el enorme mosaico en el cual se despliega la noticia del saber saludable son la presencia adiestrante del misterio. Y están a un tiempo, en aquel pueblo reunido, la evidencia de las “duae civitates”: alargada al cielo o ya celeste la Ciudad de Dios; no abierta al cielo la ciudad “carnal” que se opone a Dios.
* * *
Dando vueltas a estas cosas, me pareció comprender mejor una tenaz desconfianza mía por la pureza anicónica, privada de imágenes, de los interiores de las iglesias contemporáneas, de alta o de modestísima arquitectura, católicas y no católicas o de uso mixto, como sucede frecuentemente en el norte de Europa.
La pared blanca, en un espacio sagrado, actúa como un espejo vacío, más bien como una pantalla blanca para los fantasmas y las pasiones del alma. Las historias, las imágenes que se proyectan allí están al arbitrio de la propia singularísima vida. Cierto, sucede algo parecido también ante la imagen sagrada, ante la estatua del Sagrado Corazón, ante las lágrimas de María, sin embargo en modos completa y absolutamente distintos. Las imágenes sagradas acogen y absorben el movimiento, la irradiación de nuestra alma; allí se sustituye y viene al encuentro del alma como el Otro salvador, como mundo sagrado y rico en sentido que rompe el círculo del egoísmo.
Inmersa, en cambio, en la blancura sin imágenes el alma no sale verdaderamente de sí, a no ser en la eventual forma de una quietud de saturación estática, peligrosamente al límite de la ausencia de religión. Estas paredes que parecen vehículo de transcendencia, porque así ilusoriamente próximas al Dios que no se puede describir, son más bien impenetrables a la transcendencia justamente porque están vacías y privadas de formas. Al Dios de las grandes fes nos aproximamos sólo recorriendo las huellas, los signos, los saberes que nos han sido revelados y dados, y sin los cuales la fe se extravía.
Pero hay en el complejo de figuras de Monreale, dominado por el gesto adiestrante del Cristo “Pantocrátor”, gobernante de todo, algo que me urge subrayar más. Sin icono de la historia de la salvación y de la Jerusalén del cielo el espacio de la iglesia, de cada iglesia cristiana, no pierde sólo y genéricamente sacralidad. Pierde su habitabilidad para el pueblo cristiano.
También en quién sea no sabedor de tal ciudadanía es trasladado un saber efectivo, en cierto modo experimental, por el solo hecho de sumergirse en el vértigo arquitectónico-figurativo de una iglesia. Vértigo del interior, del cielo y de la tierra.
El arzobispo de Monreale, Cataldo Naro, ha recordado en su reciente carta pastoral la visita del gran teólogo alemán Romano Guardini a aquella catedral, en la Semana Santa de 1.929. Habíamos perdido –percibía Guardini pensando en el cristianismo nórdico– un modo esencial de la participación orante, el que “se desarrolla mirando”, un modo que por el contrario “allí atodavía había” en los fieles reunidos para la liturgia del Sábado Santo: “la capacidad de vivir- en la-mirada, de estar en la visión, de acoger lo sagrado por la forma y por el evento, contemplando”.
No, pues, salto en la oscuridad, desesperada y no bíblica metáfora de la fe. Sino salto en la luz, y memoria y camino a la Luz. Orante entre otros hombres, tomado en la acción litúrgica y en el divino aparato de las imágenes por las cuales me son presentes el primer Adán y el segundo, Cristo, los mártires y los bienaventurados, me descubro miembro de la “Civitas Dei” toda, yo soy ya y no todavía hombre, más bien ciudadano, celeste.
La verdad misma de la vida ultraterrena –que no es seguro nuestra reunión con el alma del mundo– recibe una particular luminosidad al verla contigua con las formas de la existencia de los peregrinos sobre la tierra. El relativo ocaso, en el último siglo, de esta apertura del alma a la “civitas” de los ángeles y de los bienaventurados no debe hacer olvidar que tal cuerpo terreno-celeste de la iglesia es un horizonte vital de la espiritualidad y devoción católica. El arte de las iglesias –que en esto ha alcanzado su grado excelso en la edad barroca– expresa la vertiginosa continudad de la única “civitas” donde muertos y vivientes, santos y pecadores, coexisten en armonía entre el tiempo que nos devora y la eternidad feliz.
* * *
Este saber de la divina ciudadanía es esencial al saberse cristianos. De tal saber, sin embargo, si la impura presencia de imágenes de las iglesias católicas y ortodoxas es vehículo y confirmación viviente, la impura ausencia de imágenes es negación.
Por eso deberemos desconfiar de los desnudos espacios de oración común y culto, en los cuales aparece quizá sólo una cruz y sin la imagen del Hijo. El alma no resposa en sí misma. El anuncio cristiano dice algo distinto: “Cor quiescit in Te”, el corazón reposa en Dios, escribe Agustín; un Dios de palabras y actos, de formas y figuras, que edifica un pueblo y traza visibles recorridos de gracia. La pared blanca vacía los saberes de la fe, mientras son en realidad de imágenes, y no vacíos, los mismos signos religiosos del judaísmo y del islam.
La visita a la prestigiosa iglesia del Padre Misericordioso construída por el arquitecto Richard Meier en Roma Tor Tre Teste impone una reflexión crítica sobre la inteligencia eclesiástica y laica, no sólo italiana, que alimenta el gusto dominante por el empobrecimiento en imágenes de los espacios sagrados.
Pertenece a la misma deriva intelectual la evidencia que la iglesia de Meier es considerada como cualquier espacio eclesiástico bello, destinado a cultivadores y turistas, tendencialmente desacralizado hasta la celebración litúrgica, como si antes y después de la celebración eso fuese un espacio neutro.
No es, de todas formas, la calidad arquitectónica lo que causa el problema, aunque es legítima la polémica de grandes arquitectos contra la mediocre locura de tanta arquitectura contemporánea de iglesia. La iglesia de Meier es formalmente bella. Pero esta condición no es ni necesaria ni suficiente para una iglesia habitable por la “Civitas Dei”.
Insisto: los signos visibles del uso sagrado, catequético y ritual son para ratificar la transparencia del objeto arquitectónico hacia la Jerusalén celeste y a abrir el lugar a la fe del creyente. Para el disfrute sagrado de un espacio no es decisiva la estructura de los muros, sino el adorno decorativo e iconográfico –del cual Monreale es paradigma– y el equipamiento funcional: vasos sagrados, vestidos, cada uno de los otros objetos dedicados al rito.
Estos signos, en la iglesia de Meier y en otros iglesias modernas, así como en mucha arquitectura románica “limpiada” por las restauraciones del siglo XX, están demasiado ausentes o apartados. En la iglesia del Padre Misericordioso el altar no aparece como altar, sino análogo a tantos otros elementos desacralizados, puesto que es un monolito de travertino sin signos que lo identifiquen, ni una cruz, un mantel, un facistol, en suma sin traza de aquello a lo que está destinado: un objeto disponible. Mientras su celosa delimitación convierte el objeto sagrados no más disponible para otra cosa.
Cada iglesia semejante volverá a ser espacio sagrado si la “plebs sancta”, el pueblo de los fieles, tiene el valor de romper el encanto perferso del interior blanco, vacío, espiritualista más que espiritual, evertiendo destructivamente “feas” estatuas del Sagrado Corazón, una gruta de Lourdes, una gran imagen del padre Pío, una teca con un cuerpo de cera de un santo, exvotos, las velas y un Via Crucis; en definitiva aquello que hay en cada iglesia que no haya sido desnudada por el purismo del párroco y feligreses, o de cualquier despacho de curia.
La sagrada presencia de imágenes, mejor si realizada en maneras altas por manos de artista, debe poder ser rozado, tocado, si se atreve a hacerlo. Sólo si la iglesia de Meier aguanta la irrupción de la sagrada presencia ordinaria de imágenes, para lo cual yo puedo hablar allí, íntima y desvergonzadamente, con la presencia también artísticamente innegable del Dios con nosotros, sólo entonces será una iglesia en la cual podrá detenerse no desarraigada la “Civitas Dei” terrena.
Subrayo lo de “no desarraigada”. Contra la tesis de los teólogos anicónicos (sin presencia de imágenes) para quienes el desarraigo está en el mismo itinerario de fe.
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“Semana Santa en Monreale”, por Romano Guardini
Posted by El pescador en 25 agosto 2007
(original en italiano; traducción mía)
Una extraordinaria lección de liturgia en vivo, escrita por el teólogo que fue maestro de Joseph Ratzinger. En una página por primera vez traducida del original alemán
de Sandro Magister
ROMA, 12 abril 2006 – Mientras en Roma, en la basílica de San Pedro, Benedicto XVI celebra su primera semana santa como papa, en otra antigua y grandiosa basílica, la de Monreale en Sicilia, los ritos pascuales tienen una “guía” idealmente muy cercana: la de Romano Guardini, el teólogo alemán del cual el joven Joseph Ratzinger más aprendió en tema de liturgia.
Guardini visitó la basílica de Monreale en 1.929 y lo contó en su “Viaje a Sicilia”.
La visitó en los días de la Semana Santa: el jueves durante la Misa crismal y el sábado, durante la vigilia que en la época se celebraba por la mañana.
El actual arzobispo de Monreale, Cataldo Naro, ha retomado aquella narración de Guardini del original alemán, lo ha traducido y lo ha vuelto a proponer a los fieles al interior de una carta pastoral de título “Amamos nuestra Iglesia”. Como para hacer de guía de las celebraciones litúrgicas de hoy.
En aquella página, el gran teólogo alemán escribió todo su estupor por la belleza de la basílica de Monreale y el esplendor de sus mosaicos.
Pero sobre todo escribió que ha sido impresionado por los fieles que asistían al rito, por su “vivir-en la-mirada”, por la “compenetración” entre este pueblo y las figuras de los mosaicos, que por eso cobraban vida y movimiento.
“Le pareció –nota el arzobispo Naro en la carta pastoral– que aquel pueblo experimentó un modo ejemplar de celebrar la liturgia: con la visión”.
La basílica di Monreale, obra maestra del arte normando del siglo XII, tiene las paredes enteramente revestidas de mosaicos con fondo de oro con las historias del Antiguo y del Nuevo Testamento, los ángeles y los santos, los profetas y los apóstoles, los obispos y los reyes, y el Cristo “Pantocrator”, gobernante de todo, que desde el ábside envuelve al pueblo cristiano con su luz, su mirada, su potencia.
He aquí a continuación la narración de la visita de Guardini a Monreale traducido de su “Reise nach Sizilien [Viaje a Sicilia]”.
El original alemán esta en R. Guardini, “Spiegel und Gleichnis. Bilder und Gedanken [Espejo y palabra. Imágenes y pensamientos]”, Grünewald-Schöningh, Mainz-Paderbon, 1990, pp. 158-161.
“Entonces se me hace claro cuál es el fundamento de una verdadera piedad litúrgica…” de Romano Guardini
Hoy he visto algo grandioso: Monreale. Estoy rebosante de un sentido de gratitud por su existencia. La jornada era lluviosa. Cuando llegamos –era jueves santo– la misa solemne estaba más allá de la consagración. El arzobispo para la bendición de los óleos sagrados estaba sentado sobre un sitio elevado bajo el arco triunfal del coro. El amplio espacio estaba abarrotado. Por todas partes las personas estaban sentadas en sus sillas, silenciosas, y miraban.
¿Qué debería decir del esplendor de este lugar? Primeramente la mirada del visitante ve una basílica de proporciones armoniosas. Después percibe un movimento en su estructura, y esta se enriquece con cualquier cosa nueva, un deseo de transcendencia la atraviesa hasta traspasarla; pero todo esto avanza hasta culminar en aquella espléndida luminosidad.
Un breve instante histórico, por tanto. No sigue mucho rato, le sucede algo del completamente Otro. Pero este instante, aunque breve, es de una inefable belleza.
Oro sobre todas las paredes. Figuras sobre figuras, en todas las veces y en todas las arcadas. Salen del fondo áureo como de un cosmos. Del oro irrumpen por todas partes colores que tienen en sí algo de radiante.
Sin embargo la luz estaba atenuada. El oro dormía, y todos los colores dormían. Se veía que estaban ahí y esperaban. ¡Y qué serían si refulgiesen en su esplendor! Sólo aquí o allí un borde brillaba, y un aura claroscura se untaba sobre el manto azul de la figura de Cristo en el ábside.
Cuando llevaron los óleos sagrados a la sacristía, mientras la procesión, acompañada por la insistente melodía del antiguo himno, se desataba a través de aquella muchedumbre de figuras de la catedral, ésta se reanimó.
Sus formas se movieron. Entrando en relación con las personas que avanzaban con solemnidad, en el rozarse de los vestidos y de los colores en las paredes y en las arcadas, los espacios se pusieron en movimiento. Los espacios vinieron al encuentro de los oídos tensos en escucha y a los ojos en contemplación.
La multitud estaba sentada y miraba. Las mujeres llevaban el velo. En sus vestidos y en sus telas los colores esperaban el sol para poder resplandecer. Los rostros acusados de los hombres eran bellos. Casi nadie leía. Todos vivían en la mirada, todos estaban extendidos para contemplar.
Entonces se me hace claro cuál es el fundamento de una verdadera piedad litúrgica: la capacidad de entender el “santo” en la imagen y en su dinamismo
* * *
Monreale, sábado santo. A nuestra llegada la ceremonia sagrada estaba en la bendicion del cirio pascual. Inmediatamente después el diácono avanzó solemnemente a lo largo de la nave principal y llevó el Lumen Christi.
El Exsultet fue cantado delante del altar mayor. El obispo estaba sentado sobre su trono de piedra elevado a la derecha del altar y escuchaba. Siguieron las lecturas tratadas por los profetas, y allí volví a encontrar el significado sublime de aquellas imágenes de mosaico.
Después la bendición del agua bautismal en medio de la iglesia. En torno a la fuente estaban sentados todos los asistentes, en el centro el obispo, la gente estaba alrededor. Llevaron a los niños, se notaba el orgullo impresionado de sus padres, y el obispo los bautizó.
Todo era cosa familiar. La conducta del pueblo era al mismo tiempo desenvuelta y devota, y cuando uno hablaba al vecino, no molestaba. De este modo la sagrada ceremonia continuó su curso. Se desplegaba un poco en toda la gran iglesia: ora se desarrollaba en el coro, ora en las naves, ora bajo el arco triunfal. La amplitud y la majestad del lugar abrazaban cada movimiento y cada figura, allí hicieron recíprocamente compenetrar hasta unirse.
De tanto en tanto un rayo de sol penetraba en la bóveda, y entonces una sonrisa áurea invadía cada ángulo, era conducido a su verdadera fuerza y asumido en una trama armoniosa que colmaba el corazón de felicidad.
La cosa más bella sin embargo era el pueblo. Las mujeres con sus pañuelos, los hombres con sus capas sobre los hombros. Por todas partes rostros acentuados y un comportamiento sereno. Casi ninguno que leía, casi ninguno agachado para rezar solo. Todos miraban.
La sagrada ceremonia se prolongó durante más de cuatro horas, sin embargo siempre hubo una viva participación. Hubo modos diversos de participación orante. Uno se realiza escuchando, hablando, gesticulando. Otro por el contrario se desarrolla mirando. El primero es bueno, y nosotros los del Norte de Europa no conocemos otro. Pero hemos perdido algo que en Monreale todavía existía: la capacidad de vivir-en la-mirada, de estar en la visión, de acoger lo sagrado por la forma y por el evento, contemplando.
Yo ya estaba para irme, cuando de improviso hojeo aquellos ojos vueltos a mí. Casi horrorizado aparto la mirada, como si experimentase pudor de escrutar en aquellos ojos que habían sido ya abiertos sobre el altar.
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